José Luis Zubizarreta-El Correo
En vez de entrenerse en el llanto y el reproche, se impone abandonar los prejuicios ideológicos heredados y actuar mirando a una sociedad que ha cambiado
Constatado el fallido intento de superar la investidura y dar comienzo efectivo a la legislatura, lo más práctico será no volver la vista atrás. Mejor seguir el dicho inglés de no ‘llorar sobre la leche derramada’ y la consigna sabiniana -de Joaquín, por supuesto- de no apuntarse a «la cofradía del santo reproche». Lo hecho, hecho está, y sólo conduce a la melancolía detenerse en el lamento sobre lo que podría haber sido y no fue. De otro lado, casi todo está dicho, y poco añadiría yo ahora con repetir la retahíla de críticas que no he dejado de expresar a todo lo largo de este malhadado proceso. Miraré, pues, al futuro y trataré de centrarme en el análisis de cómo se encuentran las cosas ante las próximas elecciones de noviembre.
Comenzaré por una observación que puede sonar a exculpatoria, aunque sólo es la descripción del contexto en que se ha desarrollado el proceso postelectoral. La situación, a efectos de alcanzar acuerdos y desbloquear impasses, era endiablada. Con el debilitamiento del bipartidismo y la irrupción de nuevos partidos, la política no se enriqueció en pluralidad, sino en complejidad. Los nuevos partidos multiplicaban organizaciones, pero no opciones políticas. Poco tiempo hizo falta para constatar que no habían venido a enriquecer la oferta, sino simplemente a duplicarla y a disputar la hegemonía de sus respectivos pares. Controlarlos era el objetivo. En el caso de Unidas Podemos, la vocación de ‘sorpasso’ estuvo presente desde el inicio, si bien, vista la inviabilidad del intento, pronto hubo de trocarse en la más odiosa de comisario político o guardián de las esencias de la izquierda. Ciudadanos tardó más en decantarse, pero acabó abandonando el papel de bisagra que lo predisponía, como a cualquier partido liberal europeo, a bascular, según conveniencia, a izquierda o derecha y se sumó a la más simple función de disputar la hegemonía de esta última a un Partido Popular que parecía en trance de abandonarla. Sólo faltaba Vox para afianzar la deriva.
Se vació, en consecuencia, el centro y se reforzaron los extremos, que acabaron asumiendo de buen grado el infame nombre de polos o bloques, donde nuevos y viejos encontraron su zona de confort. La polarización se agravó por la incomparecencia de los nacionalismos vasco y catalán, que, por aritmética, uno y, por deriva ideológica, otro, dejaron de cumplir la importante función de suplir las carencias de nuestro imperfecto bipartidismo. Los partidos perdieron transversalidad y ganaron en impermeabilidad. Se hiperideologizaron, aunque sólo fuera de boquilla. La rigidez de vetos y líneas rojas se adueñó así tanto de la política como del lenguaje. A esta impermeabilidad hacia el exterior se añadió la pérdida de esponjosidad o porosidad interna, arrumbados el debate de la militancia y la democracia por el liderazgo unipersonal y la autocracia. La pérdida de la flexibilidad necesaria para el acuerdo y el abandono del pragmatismo por el dogmatismo acabaron por imponer su ley en la actuación política. La inmadurez de los agentes hizo el resto.
De seguir así las cosas, la repetición de resultados y la imposibilidad de pactos serán el desenlace más probable de las elecciones. La incompetencia de los partidos volverá a intentar disimularse y exculparse con la complejidad de la realidad. Sólo el milagro de la recuperación del bipartidismo o el abandono de la polarización mediante una vuelta al centro podrá sacar la política del atasco en que se encuentra. Y, visto que los milagros escapan a la voluntad de los mortales, no quedará otra que centrarse en la segunda alternativa. Hay quienes ya están viendo signos de ella en los discursos de algunos partidos. Casado se modera, Rivera se centra y Sánchez puede dormir sin pesadillas. Son, sin embargo, señales débiles y engañosas, taradas por el propósito electoral y el tacticismo cortoplacista, en vez de inspiradas en estrategias cooperativas de largo alcance. Y no bastará la buena voluntad de los agentes, si no va acompañada de un cambio de objetivos y estructuras en los partidos, que, además de a competir y ganar, habrán de adaptarse a ceder y pactar. Para ello no habrá otra que desmontar todo ese tinglado de prácticas y prejuicios arriba descrito y bajar de los cielos del dogmatismo a la tierra del más humilde y pedestre pragmatismo. Sacudirse, en suma, el miedo al qué dirán. La sociedad, me temo, ya ha dado el paso.