- ¿Es, de verdad, posible que existan aún socialistas decentes que puedan llamar a gente como Koldo o Ábalos «los míos»?
Justo antes de ver su barco triturado en el paso entre Escila y Caribdis, Odiseo suplica un último consuelo, en la bella reinvención poética que de la Odisea homérica construye, en 1904, Giovanni Pascoli. Se sabe el de Ítaca a punto de morir, sabe a punto de morir a los hombres que, bajo su mando, han sido compañeros de feroz combate y de aún más feroces navegaciones. Se equivoca sólo a medias: retornará a la patria él, sí; pero, con él, ninguno de sus hombres. Y, en ese instante en el que da todo por perdido, quisiera que las sirenas que van aniquilarlo le revelen, al menos, quién es él, aquel astuto viajero que a la pregunta del cíclope nada halló para responder que no fuera el alegato austero «mi nombre es Nadie»:
Yo que tantas cosas he visto, igual que
vosotras me veis a mí. Sí,
pero todo cuanto miré en este mundo
a mí me miró y me preguntó quién soy…
¡Decidme, antes de que muera,
si hay una sola verdad, una sola,
en todo lo que he visto…!
Solo tengo un instante. ¡Os lo suplico!
¡Decidme, al menos, quién soy yo, quién fui!»
Pero nadie va a responder a Odiseo, por supuesto. Las sirenas, que él ve y a las que busca acogerse, son dos abruptas rocas que hacen inaccesible el paso en el estrecho de Mesina. «Y, entre ambas rocas, el barco se hizo trizas».
Puede que en ese último instante antes de estrellarse, haya entendido Odiseo lo esencial: lo que el silencio de los dioses le impone. Que no hay, en el yo que es ni en el que fue, identidad alguna. Que ese ser por el que está preguntando ha sido la fuente de sus desdichas. Que lo es siempre de todas las desdichas humanas: la pretensión de identidad, la fantasía de que un pronombre personal pueda dotarnos de la plenitud compacta mediante la cual ponernos a salvo del duro peso de lo real. Tal es la estúpida fantasía de convertir el mundo en un tablero de ajedrez, sobre el que juegan «los otros» contra «los míos». Decirse hoy parte de esos unos o esos otros es el modo más pusilánime de avenirse a todo. Al delito también, cuando a los míos beneficie. ¿Es de verdad tan difícil entender que nada importa lo que uno sea, ni lo que crea ser, sino lo que uno haya hecho o no hecho? ¿Es, de verdad, posible que existan aún socialistas decentes que puedan llamar a gente como Koldo o Ábalos «los míos»?
En la loca navegación que contra los farallones del deshonor ha emprendido la banda que gobierna, no es decente cotorrear sobre «míos» y «otros»: triste mascarada. Cataloguemos sólo: a un presidente bajo sospecha de corrupción familiar que los jueces investigan; a un exministro y buena parte de su equipo envueltos en las prácticas más putrefactas de la, tan rica en corrupciones, política española; a un fiscal general –«¿y quién manda en la fiscalía?»– judicialmente investigado; a una presidente del parlamento a la que la oscura trama de las mascarillas pone en jaque… De verdad, ¿alguien que guarde aún un rescoldo de decencia puede seguir haciendo jugar aquí el axioma «sí, todo eso es cierto, pero da igual, porque éstos son los míos»?
No hay «míos», no hay «otros», cuando la decencia moral más básica está en juego. La nave del Estado va directa a las rocas. Cuando contra ellas se haga trizas, nadie quedará a salvo. Todo naufragará con ella. Y todos. Los «míos» como los «otros». Ninguna identidad va a salvar a nadie de eso.