Carlos Sánchez-El Confidencial
- 45 años después de las primeras elecciones democráticas, España no ha conseguido cerrar algunas heridas. Una tragedia en un país que tiende a enredarse con el pasado. Tampoco la ley de Memoria Democrática lo conseguirá
Tiene razón la exposición de motivos del proyecto de ley de Memoria Democrática cuando sostiene que tras los desastres del siglo XX existe «un deber moral» de neutralizar el intento de olvidar nuestro pasado en aras de evitar la repetición de los episodios más trágicos de nuestra historia reciente. Y aún la tiene más cuando sugiere que el despliegue de la memoria contribuye a la constitución de identidades individuales y colectivas gracias a su «enorme potencial de cohesión».
Una memoria compartida es, de hecho, la base de cualquier proyecto en común, y por eso las sociedades más avanzadas no están permanentemente revisando su historia. Precisamente, porque han llegado a un acuerdo de mínimos —en particular después de conflictos internos— que les permite mirar hacia adelante. Obviamente, después de haber realizado una catarsis colectiva que les liberé de los fantasmas del pasado. Es una cuestión de decencia intelectual y hasta moral.
No la tiene, sin embargo, cuando quienes han avalado una ley tan necesaria han sido incapaces de impulsar un amplio debate público sobre su oportunidad. Ni siquiera se ha intentado. Sánchez, de esta manera, incurre en el mismo error que Zapatero, que construyó una ley de parte que al mismo tiempo que contribuyó a reparar viejas heridas, algo sin duda necesario, reabrió otras que ya estaban cerradas desde la Transición. Las numerosas medidas que desde 1977 impulsaron los poderes públicos de reconocimiento de las víctimas de la dictadura, tanto desde el lado simbólico como material, nunca levantaron polvareda alguna, lo que refleja el grado de polarización que ha alcanzado la política española a la hora de analizar sucesos de hace ocho décadas.
«El PP —antes AP— siempre han tenido una actitud vergonzante con la dictadura, como si no hubiera que sacar conclusiones sobre un periodo trágico»
En cierta medida, porque tanto Zapatero como Sánchez nunca han sido capaces de eliminar un sectario cálculo electoral en sus decisiones sobre la memoria (Moncloa sacó el cadáver de Franco de Cuelgamuros apenas 16 días antes de las elecciones con toda la pompa que le fue posible), pero también, y así hay que decirlo, porque el Partido Popular —y antes Alianza Popular— siempre han tenido una actitud vergonzante con la dictadura, como si no hubiera que sacar conclusiones sobre un periodo trágico de la historia de España que abolió la libertad, reprimió con saña la disidencia y usurpó los derechos civiles de miles y miles de españoles que tuvieron que exiliarse por miedo a ser detenidos.
Aznar y Azaña
Hubo que esperar a 2002 —25 años después de la restauración de la democracia— para que el Congreso aprobara una proposición no de ley que hacía suyo el «reconocimiento moral de todos los hombres y mujeres que fueron víctimas de la guerra civil española, así como de cuantos padecieron más tarde la represión de la dictadura franquista». El Aznar de la primera legislatura, también hay que reconocerlo, lo intentó apoyando financieramente la recuperación de la Residencia de Estudiantes, símbolo de la España progresista y avanzada, o reivindicando las figuras de Max Aub o de Azaña, cuyos diarios presentó en un gesto que le honra.
Este arrastrar los pies ante un hecho tan dramático puede explicar que la espita de la memoria esté permanentemente abierta en España, donde cualquier mención al pasado reciente se traslada al presente de forma anacrónica, como si se tratara de un argumento solvente.
No hay nada más absurdo, sin embargo, que analizar el pasado con argumentos de la actualidad más inmediata, lo que induce, necesariamente, al error. No en el plano académico, como bien saben los buenos historiadores, sino, sobre todo, en el político. Enredarse en la historia suele tener efectos adversos para la convivencia, y eso explica la mala lectura que de forma generalizada se ha hecho de la ley de Memoria Democrática, que no parece que la hayan leído muchos de los que la critican con saña, y que ya ha sido descalificada sin aportar razones sólidas que lo justifique más allá de que haya sido apoyado por los partidos separatistas o por los herederos de ETA. O que insiste de forma cansina en la ilegalidad e ilegitimidad del régimen franquista, como si hoy estuviera presente en las instituciones del Estado.
«Sánchez incurre en el mismo error que Zapatero, que construyó una ley de parte que reabrió heridas cerradas desde la Transición»
Lo cierto es que no se trata de una ley que revise nuestra historia. Entre otras cosas, porque ninguna ley puede hacerlo. Lo que sucedió, sucedió, y hoy corresponde a los historiadores explicar cabalmente lo que pasó para que las nuevas generaciones lo conozcan. Tanto sus causas como sus consecuencias.
La ley, de hecho —aquí el texto—, no es más que un catálogo de reparaciones morales y económicas, además de introducir criterios de registro de las víctimas de la represión franquista, al tiempo que incorpora la obligación de los poderes públicos de velar para que no se manipule la historia. Una responsabilidad no menor teniendo en cuenta que España es un país cuya democracia, al contrario que la alemana u otras de nuestro entorno, no es militante, y que por ello no está en condiciones de imponer la adhesión a la Constitución, lo que a veces deja al Estado desasistido para defenderse de quienes quieren arruinar la convivencia. La Constitución, de hecho, ampara, incluso, a quienes quieren destruirla.
Una ‘comisión técnica’
El punto más polémico es, sin duda, una disposición adicional que prevé la designación en el plazo de un año de una «comisión técnica», sin aportar mayor precisión, que elabore un estudio sobre la supuesta violación de los derechos humanos entre la entrada en vigor de la Constitución de 1978 y el 31 de diciembre de 1983 con el objetivo de reparar en la medida de lo posible aquellas vulneraciones.
«El cinismo de Bildu es inconmensurable porque la mayor vulneración de los derechos humanos es pegar un tiro en la nuca por la espalda»
Es evidente que aquí hay una intencionalidad política vinculada a la guerra sucia del Estado —que existió— que descalifica el espíritu de la norma. ¿Por qué no el año 1996 o por qué no el 2004? O por qué no ninguna fecha en aras de lograr que ese estudio sobre la vulneración de los derechos humanos en democracia se haga sin apriorismos políticos temporales. El cinismo de Bildu, que por eso ha apoyado la norma, es inconmensurable porque la mayor vulneración de los derechos humanos es pegar un tiro en la nuca por la espalda ¿O es que los dirigentes de Bildu van a colaborar para desentrañar decenas de asesinatos no resueltos todavía por la justicia?
No lo harán, y de ahí su falta de credibilidad. El resto de la norma se podrá criticar, y desde luego el momento elegido (25 años del asesinato de Miguel Ángel Blanco) porque es demasiado prolija y farragosa (65 artículos y más de dos docenas de disposiciones transitorias y finales), pero es necesaria en un país que tiende a olvidar su historia.
Esa disposición adicional arruina el conjunto de la ley, y ese es el mayor error del Gobierno, también de Feijóo, desde luego en otro plano, si vincula la reparación de las víctimas de la dictadura con el terrorismo etarra. Conviene separar el grano de la paja. De lo contrario, seguiremos enredados con el pasado.