José Antonio Zarzalejos-El Confidencial
- La secuencia histórica que viene de los zares sigue con Stalin y desemboca en Putin: era una amenaza latente de la que no hemos querido enterarnos
¿Aquién se parece en sus pulsiones cruentas Vladímir Putin? ¿Al Stalin del gulag, de las hambrunas de exterminio, las migraciones forzadas y las purgas sangrientas? ¿Tal vez a Adolf Hitler, el expansionista criminal, el antisemita bárbaro y la quintaesencia del mal? Varios autores han trazado las coincidencias entre el soviético «padrecito» Stalin y el «Führer» germano. Es imprescindible la obra de Alan Bullock sobre las ‘Vidas paralelas’ de estos dos personajes. Y también la de Laurence Rees publicada en España este mismo mes de marzo bajo el título ‘Hitler y Stalin, dos dictadores y la segunda Guerra Mundial’ (editorial Crítica).
La conclusión de los historiadores es que el georgiano y el austriaco —que no alemán— ofrecían algunas e importantes coincidencias y grandes diferencias, más allá de que los padres de ambos fuesen dos desgraciados bebedores y maltratadores. Los dos vestían con discreción; los dos despreciaban las monarquías —la de los zares y la de los káiseres— aunque aspiraban, como los monarcas, a gobernar hasta el último segundo de sus vidas; uno y otro, según Rees, «creían haber descubierto el secreto de la existencia» y tanto el primero como el segundo ofrecían una «utopía de futuro». Por supuesto, Stalin y Hitler disponían de un instinto asesino como nunca se ha descrito en otros personajes históricos.
Putin encarna sobre todo la autoestima recuperada de un pueblo que se siente temido en el exterior
Pero Vladímir Putin —por más que se le ha asociado al uno o al otro— es el «vozhd» como oportunamente nos acaba de recordar Juan Francisco Fuentes, catedrático de Historia Contemporánea, y uno de los académicos más inquietos, originales y activos de la historiografía española. La palabra rusa es traducible al castellano como «caudillo» o «jefe». El término –nos relata Fuentes en ‘El País’ de 5 de abril de 2018— lo lanzó en un tuit la directora del canal televisivo ruso RT, celebrando el éxito de Putin en las anteriores elecciones presidenciales: «Antes era nuestro presidente: ahora será nuestro ‘vozhd'». Por supuesto, la expresión devuelve al pasado de la gran Rusia soviética, de Lenin y de Stalin; pero, a tenor de lo que relata nuestro autor, la evocación es todavía anterior y reverberan en ella los ecos de la época imperial de los zares.
Añade Fuentes que «con Stalin vivíamos mejor», debieron de pensar algunos compatriotas de Putin al votarle en las recientes elecciones presidenciales [se refiere a las que se celebraron el 18 de marzo de 2018 en las que Putin obtuvo el 77% de los votos]. Pocos rusos pueden hablar hoy con conocimiento de causa de aquella época terrible, pero en la Rusia actual pervive una cierta memoria histórica, no necesariamente comunista, que la presenta como una etapa de plenitud nacional, de liderazgo incontestable y de unidad ante el enemigo. Estos son los sentimientos que hoy en día capitaliza Vladímir Putin, símbolo de la continuidad del Estado, al que sirvió como oficial de la KGB, y de un nacionalismo panruso que con Stalin alcanzó su máximo esplendor.
Putin encarna sobre todo la autoestima recuperada de un pueblo que se siente temido en el exterior y que puede reconocerse al menos en alguno de los ingredientes ideológicos y simbólicos de la nueva autocracia, desde la bandera y el escudo zaristas hasta el himno nacional de la etapa estalinista, restaurado por Putin, y la épica antifascista de la Gran Guerra Patria, conmemorada cada año en el desfile de la Victoria de la Plaza Roja de Moscú […] No es de extrañar que, según afirmaba Margarita Simonián en uno de sus tuits, Vladímir Putin haya agrupado en torno a su candidatura al electorado conservador, comunista y nacionalista».
El párrafo anterior sintetiza, con la habitual maestría de Juan Francisco Fuentes, la encarnadura política del personaje, haciéndolo además casi cuatro años antes de que ordenase la invasión de Ucrania el pasado mes de febrero. No es el único académico español que escrutó con acierto al autócrata. Benigno Pendás, actual director de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, jurista reputado y analista de grandes hechuras, escribió en ‘ABC’, nada menos que el 24 de julio de 2007, lo siguiente:
«Moscú se siente vulnerable —porque lo es— ante la incorporación de sus antiguos territorios a la Unión Europea y a la OTAN y por el descontrol en regiones de alto interés estratégico para la energía. Mucho más ahora, con el petróleo al alza y el chantaje operativo: los dioses del oro negro nunca han sido generosos con las democracias. El discurso oficial habla de un «camino propio» hacia la libertad política; es decir, una mentira para sostener el régimen autoritario. Putin ha dicho que la desintegración de la URSS fue la mayor «catástrofe geopolítica» del siglo XX, jugando con expresiones que alimentan una razonable sospecha. Recupera los peores hábitos de la Guerra Fría, ya sea el asesinato de periodistas incómodos o de antiguos espías. La globalización en el Imperio se limita a exportar personajes de dudosa reputación, con alta capacidad para controlar empresas multinacionales y comprar equipos de fútbol».
El regreso del ‘vozhd’ ruso traía «ecos de Guerra Fría. Futuro incierto y apasionante. ¿Quién dijo fin de la historia?
La anticipación de Fuentes y de Pendás y el perfilado que hacen de la figura de Putin, hablan de la imprevisión europea, de la omisión atenta a los avisos que se recibían y del desprecio a los análisis de los expertos. El regreso del ‘vozhd’ ruso traía, como terminaba su artículo Pendás, «ecos de Guerra Fría. Futuro incierto y apasionante. ¿Quién dijo fin de la historia?». En definitiva, la secuencia histórica que viene de los zares sigue con Stalin y desemboca —tras la caída de la URSS en 1991— en Vladímir Putin, parece un contínuum del que no hemos querido enterarnos y, sobre todo, prepararnos para hacerle frente.
Ahora, el autócrata gobierna con los llamados ‘silovikis’ u ‘hombres fuertes’, decenas de miles de funcionarios no ideologizados y enriquecidos que sirvieron durante la época soviética en la KGB y otros servicios del Estado y que aportan a Putin un entramado ‘profesional’ de cuerpos administrativos eficaces, ahormados en los estertores del final de la URSS y extremadamente patriotas. Es una estructura de poder que reemplaza la del Partido Comunista de la Unión Soviética y que le sostiene en el liderazgo. Si a Putin le fallan los oligarcas y los ‘silovikis’, caerá y dejara de ser ese ‘vozhd’ que está masacrando Ucrania.