LORENZO SILVA-EL CORREO

  • La sociedad puede fijarse metas más ambiciosas que las planteadas hace 42 años

No es el propósito de una constitución establecer las bases para procurar la felicidad universal. Ni siquiera para que los que viven a su cobijo sean justos y benéficos, como ingenuamente pretendía la primera Constitución moderna que se dieron en las Cortes de Cádiz los españoles. Simplificando un poco, arriesgo esta opinión personal: con mejorar la situación preexistente en términos de libertad, seguridad, bienestar y educación, y reducir la desigualdad en el acceso a esos bienes de la ciudadanía, ya se puede decir que una constitución sirve y merece celebrarse.

Sólo desde la ceguera o el sectarismo puede negarse que con arreglo a ese criterio la Constitución de 1978, de la que se acaba de celebrar con mínimo fervor institucional el 42 aniversario, representó un avance formidable respecto de lo que a los españoles nos deparaban aquellas leyes fundamentales con las que Franco dio en revestir su autocracia o real gana. Ni siquiera en eso de lo que presumía y se jactan sus nostálgicos, la seguridad, aventajaba aquel triste Estado que nos mantenía a la vez fuera de Europa y de la coyuntura histórica a la democracia constitucional. Por poner un solo ejemplo: aun con sus estados de excepción, muchos vascos y no pocos españoles tenían que vivir sometidos a la amenaza de una organización terrorista a la que en cambio aniquiló felizmente la legalidad democrática.

Quienes ya vivíamos cuando se produjo el cambio podemos atestiguar la mejora en todos los demás aspectos: España es hoy un país mucho más próspero, mucho más libre -donde quien firma estas líneas lleva cuarenta años escribiendo y veinticinco publicando cuanto le place decir- y que vio bajo los gobiernos constitucionales el acceso a la educación y a la cultura de clases antaño postergadas en la redención por el conocimiento.

El tiempo no pasa en balde y al edificio le han salido grietas que comprometen algunos de esos bienes públicos. También es el momento en el que la sociedad española puede fijarse metas más ambiciosas que las que se planteó hace cuatro décadas. La puesta al día de la Constitución es difícilmente soslayable. Lo que resulta más discutible es que ese proceso deban pilotarlo teóricos en cuyos modos y mensajes se advierten pulsiones que no invitan a pensar en una mejora de lo que tenemos. Gente que antepone a la libertad, la educación, la seguridad o el bienestar dogmas que conducen, y así se ha demostrado, a la desigualdad y el menoscabo del pacto solidario que nos ha traído aquí.

Ni un paso atrás. Por nada. Por nadie.