Miquel Escudero-El Imparcial
Hace unos días, conversando con un alumno del que aprecio sus cualidades de respeto y de educación, me enteré de forma casual que no sabía quién era Unamuno y que nunca había oído hablar de él. Nacido en España, este muchacho ha hecho toda su formación primaria y secundaria aquí. Años atrás ya me había percatado de que la mayoría de mis estudiantes ignoraban quién era Dostoyevski. Son muestras del triste anuncio de la pérdida de un mundo común. ¿Qué hacer? ¿Rabiar, despotricar, amargarse o bien sembrar? Con entusiasmo escéptico le dije a mi querido alumno que Unamuno era un pensador y escritor que valía la pena y, como decimos en catalán, ‘li vaig fer cinc cèntims’. Por último, le propuse que cuando pudiera leyese una de sus nivolas.
En cambio, los jóvenes se manejan como pez en el agua en las redes sociales que la tecnología posibilita. Éstas permiten una comunicación inmediata, pero también propagar con potencia mentiras y teorías falsas; el problema fundamental que suponen los engaños y los disparates es darlos por buenos y quedar instalados no ya en la ignorancia, sino en un estado de error. En efecto, leo que el 62 por ciento de los mil mensajes más retuiteados en estos últimos años fueron productos de robots que difundieron más de cien variedades distintas de falsedades sobre el virus de la covid-19. Son habituales también los troleos, esto es, las ofensas, insultos y boicoteos, las burlas, escarnios y bromas que se justifican de forma automática; incluso se le dirá al ofendido ‘¿por qué te molestas tanto?’. Este modo de relacionarse es insano y tóxico. Lo mejor es bloquearlo automáticamente y evitarlo.
Leyendo Antes de la tormenta (Crítica), un libro de Gal Beckerman, encuentro una cita de Marshall McLuhan (el sociólogo canadiense que acuñó el término ‘aldea global’, muestra de la interconexión humana por medios electrónicos). “Tendemos siempre a apegarnos a los objetos, al sabor del pasado más reciente. Miramos el presente a través de un espejo retrovisor. Nos movemos hacia el futuro marcha atrás”; frente a la novedad, ‘pensamiento de espejo retrovisor’. No sé si será este mi caso, pero voy a fijarme a continuación en una de las etapas del movimiento obrero, entre 1838 y 1848: el cartismo (ismo de la voz inglesa charter, carta de constitución). Las seis principales reclamaciones del movimiento que fue liderado por el irlandés Feargus O’Connor supusieron un avance hacia la ciudadanía libre e igual: sufragio universal masculino (chirría el olvido de las mujeres); voto secreto; que los diputados tuvieran un sueldo para que los trabajadores pudieran acceder a esa representación; que se aboliera el requisito de propiedad para ser diputados; elecciones anuales al Parlamento con el fin de desactivar los sobornos; circunscripciones paritarias, para que los votos fueran iguales. Juzgue el lector la validez o provecho de cada una de esas seis peticiones, y podrá plantear mejor lo que ahora se necesita o conviene para el mejor funcionamiento de la democracia.
¿Quién conoce al brillante general confederado Robert Lee? Derrotado en 1865, murió en 1870. En abril hará seis años que en Charlottesville (Virginia) se produjeron unos enfrentamientos brutales con muertos y heridos. Para mantener la escultura que allí se le erigió en 1890, supremacistas blancos y la derecha ‘alternativa’ (esto es, extremista) convocaron manifestaciones airadas, con palos para arrear y coches con que atropellar, en la idea de que “lo que nos une es que somos blancos, que somos un pueblo, y que no nos dejaremos reemplazar”. ¿Esto era lo que caracterizaba a Lee? En absoluto fue un supremacista. Poco antes de la guerra, escribió que, si el conflicto y la guerra civil iban a sustituir a la fraternidad y a la bondad, él estaría de duelo por su país y por el bienestar y progreso de la humanidad. Casi nadie lo sabe, ¿pero quiere alguien darse por enterado?
Gal Beckerman logró introducirse en las redes telemáticas de los supremacistas y recoger objetivos como el de “conseguir que la mayoría de los blancos se sumen a la identidad blanca”. Eran grupos de distinto sesgo, algunos antifeministas y antiglobalistas, otros -por estrategia- querían estar fuera de la influencia nazi: “no vamos a poder asegurar un futuro para los niños blancos si no estamos dispuestos a pasar por el dolor de destruir el estigma nazi”. Discurrían así sobre ese ‘sacrificio’: “Decirle a un tío nacido tras la segunda guerra mundial con un cociente intelectual de 85 que no debería querer vivir en un país lleno de musulmanes y pandilleros mexicanos violentos es defendible y hasta deseable, mientras que lucir una esvástica y ensalzar a un político alemán muerto no lo es”.
Por mi parte, entiendo que la única identidad que vale reivindicar es la de persona: la única que es común a los seres humanos, dignifica a cada uno de ellos y los hermana a todos. Es radical y no admite concesiones de libertad e igualdad.