- Muchos de los que hoy lloran la muerte de Redondo traicionaron su lucha por los derechos de los trabajadores favoreciendo políticas económicas regresivas.
En España se entierra muy bien, como es ampliamente conocido. Triste consuelo, el de las hagiografías póstumas.
Ahora que ha fallecido Nicolás Redondo Urbieta, unos y otros aplauden su trayectoria y lloran la pérdida. En vida de Nicolás, escatimaron esos elogios por la vía de los hechos, de las políticas implementadas. Algunas de las lágrimas ahora derramadas, no cuesta concluirlo, parecen de cocodrilo.
Con Nicolás hemos perdido a un hombre íntegro, digno y coherente. Pero también a una persona con unos firmes principios ideológicos y políticos. Esos mismos que algunos de los aplaudidores de conveniencia atacan a diario de mil maneras.
Nicolás Redondo fue un firme luchador por las libertades y la democracia frente a la dictadura franquista cuando esas luchas te llevaban al exilio, a la cárcel o al pelotón de fusilamiento.
Personaje clave en la transición democrática, apostó por dejar paso a su entonces amigo Felipe González en la reconstrucción del PSOE, que en la dictadura había sido poca cosa. Apenas unos cuantos históricos en el exilio y un puñado de militantes comprometidos, como el propio Nicolás.
Jamás renegó de esa decisión, aunque pronto se comprobaría que el proceso de modernización del socialismo iba a exigir un oneroso precio que él, siempre coherente, se negó a pagar.
1988 no fue un año cualquiera. En España «pararon hasta los relojes» con una huelga general histórica. No fue una decisión caprichosa, ni terreno abonado para la derecha, ni ninguna de las crueles sandeces que muchos dijeron entonces. Tampoco se trataba de una decisión arbitraria de Nicolás ni de un presunto resentimiento por la pérdida de influencia en el Gobierno. Más allá de que, en caso de concurrir ese sentimiento de agravio, la reacción estuviese más que justificada.
Y es que la reconversión industrial llevada a cabo como imperativo de la convergencia europea fue brutal e inclemente con muchos trabajadores que pasaron a engrosar las filas de los que vivieron desde entonces sus «lunes al sol». Por lo demás, se llevaron a cabo políticas abiertamente regresivas en lo laboral, en lo fiscal y en lo económico-productivo.
La desregulación del mercado de trabajo era el precio ineludible, se dijo, para competir en un mercado abierto. Había que introducir fórmulas contractuales adaptadas a «los tiempos modernos» y desmantelar una industria que suponía «un lastre a la competitividad».
La mejor política industrial, diría por aquellos días Carlos Solchaga, «es la que no existe».
Como suele recordar Juan Francisco Martín Seco, otro socialista coherente que en aquellos tiempos fue destituido como secretario general de Hacienda, otra política especialmente lesiva y que condujo a la huelga de 1988 fue la de acometer una reforma fiscal regresiva. Se desmontó el IRPF con su carácter general y se abrió la vía para su dualidad, separando las rentas del capital de las del trabajo para, obviamente, dar un trato preferente a las primeras.
«No estaba escrito en ningún sitio que la globalización debiera estar guiada por los principios dogmáticos del thatcherismo»
Ya saben, no había otra vía, dijeron los prescriptores de la profecía autocumplida. Las políticas socialistas de Mitterrand habían fracasado en Francia y ya no vivíamos el esplendor socialdemócrata del capitalismo fordista y keynesiano. Aquel mundo y aquel paradigma se habían quebrado con la globalización económica y el neoliberalismo.
Ocurre que ese aserto es ideológico y tramposo. No estaba escrito en ningún sitio que la globalización debiera estar guiada por los principios dogmáticos del thatcherismo, ante los que ridículamente capitularon los partidos socialistas europeos. Partidos que, lejos de entender la necesidad de contrapesos frente al capitalismo, asumieron que la mejor actitud ante los desmanes y las injusticias del sistema era una aceptación cobarde.
Nicolás Redondo entendía el sindicalismo como un compromiso de clase y rechazaba la concertación como fin en sí mismo. Sabía que, en determinados momentos, habría que concertar, pero siempre como instrumento, como medio, sin olvidar que el sindicato debía ser un contrapoder obrero a la fuerza del capital.
Una lectura clásica y diáfana de lo que siempre fue el mundo del trabajo y la que, precisamente, permitió ese pacto histórico entre el capital y el trabajo que condujo a las mayores cotas de bienestar social y de justicia que jamás ha conocido el mundo.
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Algunos opinadores y plumillas, me consta, miran por encima del hombro cuando desde El Jacobino reivindicamos el socialismo y el sindicalismo al modo de Nicolás Redondo. También cuando ensalzamos su oposición al naufragio socioliberal que tanto daño hizo a un Estado social aún en construcción, cuando se empezó a desmantelar por presiones externas y por la inequívoca voluntad de muchos aprendices de brujo internos que se aprestaron a implementar con dogmático furor los imperativos liberalizadores.
Consideran que ese mundo, el previo a la globalización neoliberal, ya está muerto.
De lo que no se percatan es que sus tesis de tercera vía yacen, al menos, igual de sepultadas. Su socioliberalismo no aporta nada útil en un mundo donde ha quedado claro que las fuerzas económicas emancipadas del control democrático de la esfera política han generado múltiples desequilibrios y una crisis económica recurrente, letal para los trabajadores. Como mucho, unas cuatas dosis de resignación y aceptación del sálvese quien pueda.
«Sólo un integrista del dios mercado puede defender un modelo en el que el trabajo paga más impuestos que el capital»
Cada vez es más visible la barbaridad que supone una unión monetaria sin unión fiscal y presupuestaria en una UE donde, para vergüenza de cualquier persona con una mínima sensibilidad redistributiva, existen paraísos fiscales que destrozan las endeudadas arcas de un sur subalterno y desindustrializado.
Cada vez es más obvio que la vía de la devaluación interna y la especialización productiva en el sector terciario, así como las políticas laborales de salarios bajos y fraude masivo, se han revelado completamente fallidas.
En el mundo de la uberización, en el que proliferan los falsos autónomos y prescripciones con palabras horteras para combinar trabajo y vacaciones (es decir, para renunciar a las vacaciones remuneradas e invadirlas de obligaciones laborales), en el que mucha gente es incapaz de tener una vida mínimamente digna, sus muy modernas medidas liberalizadoras se han demostrado no sólo dogmáticas y fundamentalistas, sino además erróneas.
Qué decir en materia fiscal. Sólo un integrista del dios mercado puede seguir defendiendo hoy un modelo en el que el trabajo paga más impuestos que un capital que fluctúa libremente por doquier. O en el que las empresas transnacionales encuentran múltiples recetas para la elusión fiscal.
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Lejos de haber prescrito las nobles causas por las que luchó Nicolás Redondo Urbieta, estas siguen más vigentes que nunca.
También su coherencia e integridad personal. La misma que le llevó a conjugar una austeridad vital ejemplar en su piso de toda la vida en Portugalete con la radicalidad de sus principios, orientados a la emancipación humana en estos tiempos performativos en los que, más que nunca, abunda la impostura general.
También por eso, pero sobre todo por algo más profundo: la lucha por los derechos de los trabajadores. Por los principios de una verdadera democracia.
Por los de un Estado social incompatible con la desigualdad y la exclusión de millones de personas, que son hoy causas justas y pendientes por las que corresponde seguir luchando.
Una última confesión personal. Me queda la espina de no haber podido hablar nunca con Nicolás Redondo Urbieta, un socialista coherente e íntegro al que siempre he admirado. Crítico acérrimo de los nacionalismos, cabría añadir. Aunque, con semejante trayectoria y tamañas convicciones de compromiso con los desposeídos, cualquier otra opción (la indiferencia, la equidistancia o la complicidad con el secesionismo) hubieran sido una anomalía. ¿O no?
En otros tiempos, seguro. En el presente, justo al revés.
«Yo no concibo un partido de izquierda radical, que se dice de izquierda radical, y que al mismo tiempo tenga un profundo sentido separatista. No lo entiendo. No lo entiendo». En El Jacobino tampoco lo podemos entender. Por eso siempre tendremos como referente el socialismo coherente y necesario de Nicolás Redondo.
*** Guillermo del Valle es abogado y director de ‘El Jacobino’.