Nicolás Redondo Terreros, EL ECONOMISTA 22/12/12
Tal vez la primera declaración de la historia sobre el buen gobierno, eunomía, la realizó Solón (siglo VI a. de C.): «Mi corazón me impulsa a enseñarles a los atenienses esto: que muchísimas desdichas procura el mal gobierno, y que el bueno lo deja todo en buen orden y equilibrio, y a menudo apresa a los injustos con cepos y grilletes, alisa asperezas, detiene el exceso y borra el abuso, y agosta los brotes de un progresivo desastre, endereza sentencias torcidas, suaviza los actos soberbios, y hace que cesen los ánimos de discordia civil, y calma la ira de la funesta disputa y con buen gobierno, todos los asuntos son rectos y ecuánimes».
No desmerece en absoluto la proclamación del ateniense que su declaración se basara en la consideración de la pluralidad como el origen de todos los males y estuviera dirigida a los ciudadanos libres. Con la Constitución de Solón, Atenas inició un periodo espléndido en todo lo referido a las artes, la filosofía y la ciencia natural, y más concretamente con la edición del primer libro por Pisístrato, dando inicio a la compra y venta de libros por los ciudadanos atenienses, impulsando el trasvase de conocimientos, el debate filosófico, la critica racional; en fin, iniciando un periodo histórico caracterizado por el conocimiento critico y el deseo de alcanzar la verdad sobre los fenómenos naturales.
Popper conjetura que el «milagro ateniense» se debe a dos factores: el choque de civilizaciones y la edición de los primeros libros, la Odisea y la Ilíada de Homero, equiparando su importancia con la invención de la imprenta 2.000 años después. Poco puede objetarse a las apreciaciones del autor de La sociedad abierta y sus enemigos, pero creo, con la intuición como única fuente, que la legislación humanista de Solón no es ajena a este fenómeno, que seguirá siendo inexplicable en gran medida. Traigo a colación las disquisiciones, siempre agudas e interesantes, de Popper para dar la importancia que tienen las reglas, la legislación y las constituciones a la hora de garantizar la seguridad a los ciudadanos.
Pueden confundir esta larga introducción con una visión conservadora de la realidad social y más concretamente de las leyes. Pero creo que es compatible la defensa de unas leyes sólidas, con vocación de permanencia, con una visión progresista de la política. Efectivamente, es posible defender, en nuestro caso, la Constitución del 78 y una intervención equilibrada de los poderes públicos en la sociedad en búsqueda de una igualdad de oportunidades real, la defensa de los más desfavorecidos y -sin restarle importancia alguna, con el mismo rango- la libertad individual. Porque no es posible conseguir una igualdad deseable sin libertad individual.
Por todo ello, sin oponerme a las reformas necesarias de la Constitución española, me declaro rotundamente en contra de su banalización y de la ligereza con la que solemos proponer cambios y modificaciones de la ley máxima. Me perturba más cuando estas propuestas están fundamentadas en posiciones partidistas o encubren la inexistencia de programas razonables, discursos políticos posibles y diferentes y alternativas sobre lo que verdaderamente preocupa a los ciudadanos. Adquiere mayor gravedad cuando los españoles actuales somos producto de una historia como la nuestra, caracterizada por una pugna encarnizada, en ocasiones literalmente sangrienta, entre dos visiones ideológicas con vocación totalizadora y componentes religiosos.
Buen ejemplo de vacuidad, de ligereza insensata, son las declaraciones de diversos dirigentes políticos que sostienen la necesidad de reformar la Carta Magna en -¡vaya descubrimiento!- razones generacionales, argumentando que dos tercios de la población española no la votó porque en 1978 no tenían edad para hacerlo. Siguiendo tan peregrino argumento constitucional, ¿qué podrían decir los estadounidenses, con un núcleo constitucional aprobado hace más de 200 años? Suele suceder que en tiempos de crisis las reivindicaciones se tornen radicales, la confianza en las instituciones se debilite, la moderación pierda pie, la razón se esconda y la Política con mayúsculas, también los políticos, se alejen de la sociedad, siendo todo ello sustituido por la improvisación, el sentimentalismo, la demagogia, el populismo y la desconfianza hacia todo y hacia todos. Parece, sin ánimo milenarista, que son éstos los tiempos en los que vivimos los españoles, y justamente por ello hoy gozan de actualidad los versos de Solón sobre el buen gobierno.
Nicolás Redondo Terreros. Presidente de la Fundación para la Libertad.
Nicolás Redondo Terreros, EL ECONOMISTA 22/12/12