ABC 20/12/16
DAVID GISTAU
· La construcción de la Unión necesitó que los pueblos europeos no olvidaran las matanzas mutuas
SI disfruté con la lectura de «El gigante enterrado», de Ishiguro, fue en parte porque me recordó el deleite con el que, hace ya muchos años, hice el descubrimiento de la literatura artúrica con «La muerte de Arturo», de Malory, y las piezas del Lanzarote errante de Chrétien de Troyes. Ishiguro nos devuelve a la atmósfera llena de votos galantes, prodigios, ogros y dragones. Pero introduce dos novedades. El único superviviente de la Tabla Redonda, Gawain, es un anciano destartalado y algo quijotesco que se resiste a asumir que su tiempo está ya tan extinguido que el último dragón sestea exhausto y sólo come de las cabras que le echan –matarlo no sería una hazaña caballeresca, sino una eutanasia–. Y el Arturo de Ishiguro es un genocida que para unificar a britanos y sajones en esa época de la que Chesterton dice que las calzadas romanas desaparecieron bajo los matojos tuvo que practicar el exterminio sistemático entre los segundos.
Aquí es donde Ishiguro aporta una idea que nos hace pensar en los nacionalismos europeos. Después de las guerras tan cruentas, los britanos y los sajones sólo podrían convivir en paz si olvidaban los agravios mutuos en lugar de traspasárselos a la siguiente generación con la consigna de la venganza y el odio. Para ello, Merlín obró un encantamiento: hizo que el hálito de un dragón propagara por toda la nación una niebla amnésica que impidiera a ambos, britanos y sajones, recordar nada de cuanto les sucedió. Sólo así, convertidos en iguales por el olvido, podrían levantar aldeas en vecindad sin degollarse los unos a los otros. De hecho, un rey sajón que anhela una guerra de exterminio contra los britanos y necesita que su pueblo vuelva a sentir el rencor del pasado envía guerreros para que maten a ese dragón y así regresen los recuerdos terribles de las masacres y el antagonismo.
Es curioso, porque la niebla de Ishiguro me recuerda lo que viene pasando en Europa desde el 45, sólo que al revés. La construcción de la Unión necesitó precisamente que los pueblos europeos no olvidaran las matanzas mutuas, sino al contrario: que las recordaran en todo momento para hacer acuciante en ellos el anhelo de no repetirlas jamás. La generación europea que levantó ese proyecto había hecho la guerra y era consciente de sus estragos. La que ahora libera una niebla amnésica es la que pretende restaurar las contracciones nacionalistas y los sentimientos de soberanismo atropellado. Con todo, la verdadera proeza hipnótica del nacionalismo es la que opera en Cataluña, donde no se trata precisamente de refrescar el recuerdo de los agravios, sino de inventarlos. La niebla, más bien, el gas aerofágico allí liberado hace que sociedades enteras sientan rencor por el recuerdo de cosas que jamás sucedieron, pero que aún piden en correspondencia un golpe de hoz. Dragones y merlines a la inversa que detestan la vecindad en paz y prefieren el veneno traspasado a las generaciones.