LUIS VENTOSO – ABC – 03/06/17
· Ser conservador supone preservar lo valioso, incluida la naturaleza.
Contemplar el mundo con unas orejeras dogmáticas bien caladas conlleva riesgos. Hay realidades que deberían de quedar al margen de los catecismos hooligans de partido. Por ejemplo: cualquier persona de conciencia equilibrada que vea una de las detalladas ecografías actuales de un embarazo sentirá en su fuero interno que no es defendible la eliminación de ese ser.
Si duramos unas cuantas décadas más, viviremos el día en que la práctica del aborto, hoy algo «normal», o normalizado, se considerará una barbaridad de los antiguos. Pero en lugar de asumir el hecho innegable –ahí ya hay un corazón bombeando y un cerebro–, el debate se traslada al cansino esquema izquierda-derecha. ¿Por qué una persona no puede ser socialdemócrata y estar en contra del aborto? ¿Por qué caminar con la mirada nublada por anteojos ideológicos?
Algo similar ocurre en la controversia del cambio climático, que debería quedar al margen del pingpon ideológico, toda vez que existe un consenso científico casi unánime en que la acción del hombre está teniendo efectos nocivos (tampoco hay que ser Newton para entender que si llenas algo de roña acaba descangallado). Ciertos conservadores tienen a gala despreciar el cuidado del medioambiente, incluso convierten la burla al ecologismo en marchamo del conservadurismo bueno.
Debería ser al revés: conservador viene de conservar y la naturaleza es uno de los mayores bienes. Para los creyentes se trata directamente de un regalo de Dios (por algo el actual Papa dedicó su primera encíclica al asunto). Se percibe muy bien viendo ese largo poema visual que es la película «El árbol de la vida», del enrevesado genio Terrence Malick, un ejercicio exigente, pero de una increíble hermosura agridulce, la del existir.
El Acuerdo de París no va a solventar los males ambientales del planeta, es más bien una declaración de intenciones. Pero tenía el valor de poner sobre el tapete un problema cierto: mares de plástico, polos sucios y menguantes, catástrofes medioambientales crecientes. Trump está comenzando a tropezar con ese pequeño inconveniente llamado «el mundo real». Los jueces desautorizaron sus vetos a los musulmanes (absolutamente arbitrario, pues por ejemplo sí dejaba entrar a los saudíes, autores del mayor atentado de la historia, el 11-S).
El muro con México se está quedando en una coña impagable. La economía va como siempre, ni peor ni mejor, y de hecho ya está reculando en sus bravatas proteccionistas. En sanidad se cepilló lo que había por un prurito de «aquí estoy yo», pero no ofrece alternativa. El turbio asunto ruso rebosa más de lo esperado. Nada acaba de salir bien. El niño está enrabietado. Necesita desahogarse, llamar la atención, romper algún juguete. Me apeo del Acuerdo de París.
Y soy tan torpe que permito que China, la mayor dictadura del planeta, parezca a mi lado un ejemplo de bondad y solidaridad universal. Les digo a los míos que el futuro es quemar carbón, como en la revolución industrial del XIX, que salvar el planeta cuesta un pico, así que mejor dejar que se vaya al carajo. «America first» y un buen show televisivo en el jardín. Objetivo cumplido: durante tres días no se hablará del pasteleo con Putin.
LUIS VENTOSO – ABC – 03/06/17