Niza

JON JUARISTI – ABC – 17/07/16

Jon Juaristi
Jon Juaristi

· En sus atentados, los islamistas explotan un saber que Occidente ha perdido.

Adía de hoy, dicen los mastuerzos, no se puede afirmar que la masacre de Niza sea un acto terrorista, porque su presunto autor, Mohamed Lahouij Bouhiel, carecía de interés para la Policía, no constaba en los archivos judiciales como yihadista, sino como maltratador doméstico, y era, según su familia, un mal musulmán al que le gustaban las chicas, el alcohol y las discotecas.

También se pirraba por todas estas cosas (y personas) su medio tocayo Mohamed Atta, muerto en acto de servicio a la yihad el 11 de septiembre de 2001, al sur de Manhattan. Por lo que sabemos, un alto porcentaje de los guerreros de Alá frecuentan burdeles (a cargo de Estado Islámico o de Boko Haram, según las latitudes) donde abusan hasta matarlas de niñas yazidíes o cristianas mientras le dan al botellón y al cannabis. No es una novedad.

Bajo los sultanes otomanos existió una variedad permisiva del islam, el llamado «islam de jenízaros», que permitía a esta tropa escogida ponerse ciegos de rakia y violar a niños de ambos sexos, en gracia al fundamental papel que les correspondía como fuerza de choque de la versión turca de la yihad. Se consideraba un adelanto legítimo de los placeres de la misma especie que les aguardaban en el Paraíso tras inmolarse en la guerra contra el infiel (o sea, contra nuestros abuelitos).

Que los cretinos devanen hasta el aburrimiento la cuestión de si hay que mantener todavía la presunción de inocencia para el camionero tunecino o la de si era podenco o galgo. El contexto y la factura de su hazaña ya han dejado suficientemente claro de qué iba. Ha atacado a una comunidad política, vale decir a una nación, el día de su gran fiesta laica, y la ha atacado como atacan los islamistas. Lo característico de la actual guerra islámica contra Occidente es la utilización de la tecnología cotidiana como arma de destrucción masiva.

Convierten los aviones comerciales en misiles, los camiones en tanques, y bombardean desde dentro los trenes suburbanos porque no pueden ser desviados (literalmente, «sacados de la vía») hacia otra función que la de transportar gente, terroristas incluidos. En todo ello, los yihadistas muestran una extraordinaria lucidez que los occidentales hemos perdido. Saben que todos nuestros artefactos supuestamente pacíficos, desde el avión a los móviles, desde las centrales nucleares a internet, fueron creados para la guerra y que nada es más fácil que devolverlos a su condición original.

A nosotros nos escandaliza tal comportamiento, porque no soportamos la sola idea de que la paz sea siempre una consecuencia inestable de la guerra, algo que para Kant (y nada digamos de Hegel) estaba meridianamente claro. Así que tratamos de preservar la paz como un ámbito inmaculado e imperturbable, regido por la ilusión humanitaria.

Pero si vis pacem para bellum. Durante toda la historia de Occidente la filosofía trató de pensar la guerra, y los occidentales construyeron todos sus saberes y sus técnicas como armas para conseguir la paz y preservarla en lo posible, hasta que un posmodernismo idiota decretó que ya no había enemigos, sino alteridades. Pues bien, ha despertado un Otro que siempre nos ha considerado como enemigos. La rabia islámica se volvió filósofa.

Queramos o no, estamos en guerra. En una guerra que ya no nos llega «en sueños, como un rumor distante» y cuyo único frente está en todas partes. Ya no es posible, como en tiempos de Machado, sentarnos a contemplar impasibles el ancho firmamento, como aquellos «filósofos nutridos de sopa de convento» que, al reclamo de una catástrofe lejana pero inminente, «no acudirán siquiera a preguntar qué pasa/y ya la guerra ha abierto las puertas de su casa».

JON JUARISTI – ABC – 17/07/16