Editorial-El País
Las instituciones del Estado deben perseverar contra el reto secesionista
Un prófugo de la justicia, con sus derechos políticos intactos todavía, pero imposibilitado de ejercerlos por razones legales, jurídicas y políticas, no puede en ningún caso presidir la Generalitat de Cataluña. No es lo mismo, por tanto, pararle los pies antes de tiempo que hacerlo una vez fuera investido a través de las trampas y los fraudes de ley que el independentismo radical está dispuesto a poner en marcha en su estrategia de tensión contra el Estado.
Ese sería el peor de los escenarios en función de la imagen y la erosión de las instituciones del Estado; de ahí el empecinamiento del bloque independentista en defender la candidatura de Puigdemont, aunque tal empeño aplace o dificulte la recuperación del normal funcionamiento de las instituciones catalanas. Si los separatistas tuvieran el más mínimo interés en propiciar la normalidad y empezar a gobernar, dado que han logrado la mayoría absoluta, habrían optado ya por otro candidato, sabiendo como saben las imposibles opciones del fugitivo. Si pisa suelo español será detenido. Si pretende ser investido telemáticamente desoyendo a los letrados, entre otros, del Parlament, el acto quedará anulado.
El Gobierno tiene el derecho y el deber de impedir que Puigdemont sea investido presidente, aunque deba pagar un alto precio político por ello. El coste lo ha vuelto a visualizar el inesperado revés del Consejo de Estado al recurso presentado contra su candidatura. El máximo órgano consultivo del Estado considera que no se puede impugnar un hecho que aún no se ha producido. Es un argumento jurídicamente inatacable —aunque sorprende su indiferencia con el contexto político excepcional en el que se produce— que en absoluto debería impedir que el Tribunal Constitucional pueda admitir el recurso del Gobierno en el momento más oportuno para lograr el legítimo objetivo de cerrarle el paso a Puigdemont.
Tras el dictamen del Consejo de Estado, el secesionismo se ha apresurado a pedir dimisiones, exigir que se respeten los resultados del 21-D y acusar de fraude de ley —paradojas de la política— al Ejecutivo de Rajoy. Es una provocación más, además de un intento de debilitar al Estado, totalmente inaceptable. Ese informe desfavorable no puede conducir al desaliento en los defensores de la ley. Se inscribe en el normal y democrático juego de contrapoderes del Estado de derecho y no es la primera vez que contradice a un Ejecutivo. Es una muestra del correcto funcionamiento de las instituciones. Otra cosa es el desgaste político que todo esto supone para un Gobierno que no supo jugar a tiempo sus cartas políticas y el desgaste para las instituciones del Estado, sometidas a un enorme estrés.
La última palabra la tiene el Constitucional: su mera aceptación a trámite paralizaría el proceso buscado por el secesionismo en el Parlament. Hace bien, por tanto, el Ejecutivo en presentar la impugnación y hacen bien el PSOE y Ciudadanos, que en vez de aprovechar la ocasión para erosionar a su rival político han decidido con responsabilidad de Estado apoyar al Ejecutivo. Porque, aun con tropiezos, el objetivo último es dar una justa respuesta al órdago independentista.