Miquel Escudero-El Imparcial
Cuando desde el poder se despliega demagogia a raudales y la ciudadanía lo consiente, todo es posible. Incluso llegar a la pesadilla social de la dictadura y el caudillismo, donde nadie puede rechistar ni argumentar en contra de lo que digan quienes mandan, pues será deformado y expulsado. Para merecer una vida social libre y democrática es fundamental tener una voluntad de ideas claras, con firme sentido de la coherencia y la decencia. No se trata de ser de izquierdas o ser de derechas. Recordaré que, para Ortega, cualquiera de esas dos etiquetas es una de las infinitas maneras que el hombre puede elegir para ser un imbécil; esto es, el que exige para sí y para los demás incorporarse al coro de los grillos y ahorrarse pensar.
¿Hay que ser antisocialista para rechazar contundemente la política de Sánchez? Claro que no. Es más, veo en el actual presidente una manipulación atroz de símbolos políticos para perpetuarse en el poder. En su patética carta de la semana pasada (que llevó a muchos opinadores al éxtasis de la ingenuidad, especulando sobre qué acabaría haciendo; justo lo que él se pretendía: enredar con un juego de trampas), Sánchez afirmó: “nunca he tenido apego al cargo. Sí lo tengo al deber, al compromiso político y al servicio público”. Pero si alguna cosa ha demostrado estos años desde el poder, es exactamente lo contrario. Presume de lo que carece.
Llegó a formar su primer Gobierno Frankenstein (término de Alfredo Pérez Rubalcaba) con una moción de censura que Rajoy no quiso abortar. El expresidente siempre se ha puesto de perfil en los momentos importantes y si hubiera aceptado el inevitable envite, habría dimitido para que continuara la legislatura alguien de su partido. Sánchez prometió que convocaría de inmediato elecciones, lo que ni él ni ninguno de sus aliados quería. A esto se llama mentir. Y, sin abundar en otros ejemplos, para poder seguir en la Moncloa cambió radicalmente su guión contrario a la amnistía (dada a quienes fueron condenados por malversar fondos públicos y dar un golpe de Estado incruento, derogando el Estatut y la Constitución y conculcando los derechos de la ciudadanía). Con ella, se aseguró los siete escaños de Puigdemont y lo incorporó al bloque ‘progresista’. Increíble. Vivir para ver. Y toda esta flagrante distorsión de la realidad es arropada por su partido, cerrando filas heróicamente.
El obsceno Luis Rubiales cayó en desgracia por un beso, luego fueron mostrados otros gestos impropios de un cargo público (que en otras circunstancias no habrían sido puestos a la visión general). Más tarde aún, salieron a la palestra turbios negocios suyos que eran un secreto a voces. Quedaron asociados los casos Koldo y Ábalos (éste, que había sido la mano derecha de Sánchez, abandonó el grupo parlamentario socialista, pero no su escaño).
Tirando del hilo de la madeja, se ha vislumbrado un posible tráfico de influencias de Begoña Gómez. A informar de todo esto, Sánchez lo califica de ataque sin precedentes. Parece que su mujer tiene que ser más intocable que el yerno y la hija del rey emérito; este es el republicanismo que se anuncia como ajustado a la razón. Una actitud que va contra la exigencia democrática de transparencia y contra la igualdad radical de todos los ciudadanos.
El resultado de las triquiñuelas de Sánchez es grotesco, casposo y bananero. La respuesta que busca ansioso es fijar la ultraderecha como cortafuegos de todas sus acciones como gobernante. ¿Quién se acuerda de que cuando Vox no tenía representación parlamentaria, ni derecho a intervenir en los debates televisados electorales, fue Sánchez quien exigió y logró que fueran incluidos? Desde que llegó al poder, las expectativas electorales de esta formación se han disparado; lo suficiente para poder presentarla como un peligro a los avances sociales.
Este discurso pueril de ‘buenos’ y ‘malos’ genera un estilo guerracivilista y alza un muro insuperable que es propio de incivilizados, pero que a él le enorgullece. Ha conducido la vida española al enquistamiento en dos bloques antagónicos, lo que le permite encabezar uno de ellos. Un afán compulsivo por perpetuarse en el poder y ser dueño de privilegios. No hay comportamiento más antiliberal y antidemocrático.