ABC-IGNACIO CAMACHO
Felipe VI intervino porque vio la integridad nacional en riesgo. Un Rey no se juega la corona por un tumulto callejero
EL aspecto más polémico de la sentencia del procés no son las penas sino la afirmación de que la revuelta no iba en serio, que era «una mera ensoñación» simbólica, una táctica de presión, un señuelo, y que el orden constitucional y la integridad nacional no corrieron riesgo porque el Estado mantuvo el control en todo momento. No se lo pareció así a las miles de empresas que huyeron, ni a Felipe VI cuando salió a defender el principio de autoridad ante el colapso que el referéndum había provocado en la capacidad de reacción del Gobierno. Un Rey no se juega la corona por unos disturbios callejeros; si intervino fue porque era consciente de que la convivencia estaba en juego. La mayoría de los ciudadanos compartió esa sensación de que el proyecto de la España que conocemos se iba por el sumidero. La tesis de que todo fue un artificio estratégico la usaron los acusados en su lógico intento de minimizar los hechos, pero para sorpresa general es la que ha terminado aceptando el Supremo. Quizá ni los mismos separatistas esperasen su éxito.
Sucede además que el veredicto incluye entre sus fundamentos de derecho –donde el ponente Marchena ha incluido una contundente y brillante refutación de las acusaciones de parcialidad del proceso– la evidencia de que el movimiento independentista fue un ataque a la soberanía indivisible del pueblo. Y es difícil de entender que si se cuestionaba el poder constituyente, el sujeto soberano, no se produjese una insurrección –un golpe– contra la base de nuestro marco democrático. Éste era el bien jurídico protegido, mucho más importante que el orden público subvertido por el alzamiento tumultuario. El tribunal se ha atenido a esta última figura porque la encuentra mejor incardinada en el relato de hechos probados; lo que resulta contradictorio, al menos en apariencia, es que el fallo admita que hubo un plan de ruptura orquestado desde el poder a través de la movilización de masas y el ámbito parlamentario; que se aprobaron leyes de desconexión que incluían la abolición de la Monarquía y que se pretendió implantar una legalidad paralela bajo un modelo republicano, y que sin embargo nada de eso alcance para apreciar siquiera una tentativa de rebelión contra el Estado.
El condicionante esencial de la decisión ha sido, en primer lugar, la dificultad de encajar la violencia ocasional como requisito necesario para una condena de grado máximo; en segundo término, el empeño de la Sala en hallar un consenso interno, y por último el imperativo de la interpretación más garantista, in dubio pro reo. El resultado, unido a la previsible gestión de la pena por los propios cómplices de los presos, dejará a muchos españoles una cierta decepción, una impresión agridulce de apaño intermedio. Y lo peor es que a otros, que también son españoles aunque no quieran serlo, no les va a bastar para sentir un mínimo arrepentimiento.