Gregorio Morán-Vozpópuli
- Este libro nos obliga a mirarnos, quizá por eso ha tenido tan escaso eco entre nosotros
Una noche de diciembre de 1972 un comando del IRA irlandés saca de su casa a Jean McConville, una viuda de 38 años, pobre como las ratas que, sola y abandonada, tira como puede de sus diez hijos. La meten en un coche y cruzan la frontera entre las dos Irlandas. En un lugar boscoso le descerrajan un tiro en la nuca. No hay palabras, ni siquiera la sentencia. Confidente.
Ahora, muchos años más tarde, un periodista norteamericano nacido en Boston, de ascendencia irlandesa, Patrick Radden Keefe, ha construido un libro impecable recién aparecido en castellano, ‘No digas nada’. A partir del asesinato de una mujer que pasó por la vida casi como una sombra se ilumina una serie de mundos concéntricos, a veces paralelos, donde está el IRA, los servicios británicos, la guerra entre católicos y protestantes y las trayectorias de un movimiento terrorista que se convierte en partido, y unos políticos interesados en que las dudas sobrevivan a sus propias biografías.
Un texto que va más allá de una novela, ahora que entre nosotros los novelistas aspiran a ser reporteros, y que contiene toda la realidad que puede asumir un texto sin convertirse en una fábula. Un ejercicio del mejor periodismo, el que se fue hace años y amenaza con tenernos abandonados durante estas décadas funestas de equilibrios sobre la cuerda floja, donde se evalúa si falta esto o si lo demás está de más; si la proporción de crímenes del Estado está equilibrada con los terroristas, o si fueron antes los dolores o las heridas. Por el impresionante libro de Radden Keefe pasan todos, víctimas y verdugos, y los verdugos que acaban en víctimas y las víctimas con vileza de verdugos. Desde el líder Gerry Adams, promotor del asesinato de la viuda y que ahora no sólo niega su participación en los hechos sino incluso hasta que militara en el IRA, pasando por la complacencia silente de los servicios británicos, Ejército incluido, orientador en ocasiones de los atentados y la infiltración en la cúpula de la organización terrorista. El principal ejecutor de asesinatos, Pat McClure, no era más que un informador que acabaría sus días de funcionario carcelero en una prisión de alta seguridad de los EEUU.
En ‘No digas nada’ todo está cubierto por los hechos y las, en ocasiones sinceras y en otras equívocas, declaraciones de los supervivientes. No hay trampa ni cartón
A diferencia de las malas novelas, que están plagadas de sentimientos, de culpas y de ominosas venganzas vecinales, en ‘No digas nada’ todo está cubierto por los hechos y las, en ocasiones sinceras y en otras equívocas, declaraciones de los supervivientes. No hay trampa ni cartón. Es el terrorismo en su auténtico retrato, donde hay gente para quien matar es un acto de liberación y gente que se encuentra metida en una guerra de la que no es posible salir si no es con los pies por delante o llevándose la vida de quien ni conoce, ni sabe, ni le interesa. Siempre hay una razón para cubrir una vergüenza, no digamos ya un crimen, y somos poco audaces para reconocer que hay quien lo lleva en la sangre, que su ADN está marcado por algo que le incita a la violencia y que la justificación viene luego. Siempre es posible encontrar una, y siempre hay alguien dispuesto a ayudarte a encontrarla porque le falta el valor para ejecutarla él mismo.
Desconozco la actual situación en Irlanda del Norte, no soy tertuliano, pero me temo que muchas heridas seguirán abiertas y muchas huellas vacías de sentido a la espera de que alguien que no sea el tiempo las vaya llenando. La ausencia de actividad terrorista no significa la paz porque eso no se da ni siquiera en las guerras convencionales donde existen vencedores y vencidos. Fíjense si la hipocresía no enmascara nuestras opiniones que para ilustrarlo siempre apelo al mismo ejemplo. En 1961 se estrenó en todo el mundo un filme excepcional de Stanley Kramer, donde actores como Spencer Tracy, Burt Lancaster o Montgomery Clift hacían interpretaciones que aún conmueven mi recuerdo. La película se llamaba ‘Tribunal de Nuremberg’ y así es conocida en la historia del cine. Menos en España, donde se le mudó el título y la censura puso “¿Vencedores o vencidos?”. En ese cambio hay una transmutación de valores e incluso algo mucho más sencillo: el régimen quería mostrar que aquella era la versión de los vencedores y ellos aún no habían sido vencidos; ni en la realidad ni en su memoria. El Tribunal de Nuremberg y los crímenes del nazismo no habían cruzado nuestra frontera invicta.
‘No digas nada’ nos obliga a mirarnos, quizá por eso ha tenido tan escaso eco entre nosotros. Lo nuestro, lo que toca, es la bazofia de última hora, a ser posible novela negra, tirando a gris de actualidad periodística. ¡Qué quedará de tanta mierda para seriales! No hace falta ejercer de Jeremías para detectar que estos no son buenos tiempos para el periodismo, ni para la épica, no digamos ya para la estética. No lo hemos hecho bien, ni supimos hacerlo de otra manera. Tampoco es razón para que nos maten en los geriátricos. ¿Qué culpa tienen tantos viejos que ni siquiera escribían para que paguen las culpas de nuestros errores?
Siento envidia, de la buena, porque la envidia es como el colesterol, que lo hay bueno que sirve para esforzarse y lo hay letal porque achica la conciencia
Es lógico que en la cucaña en que se han convertido los medios audiovisuales la máxima aspiración de nuevas generaciones, aseguran los expertos, esté en aparecer en una televisión, aunque sea anunciando compresas. Es lo que hay: un pantano de aspirantes y un reducto para intrigantes de barricada. Por eso algo parecido, sólo parecido, a ‘No digas nada’ sería casi imposible en nuestro panorama mediático y editorial. ¿Cómo desapareció “Pertur”?, una pregunta tan obvia sería hoy como un examen de grado. ¿Quién fue Moreno Bergaretxe “Pertur”? ¿Cómo le mataron? ¿Quiénes? La historia de ETA que llega y sobrepasa la Transición está en su figura, en su desaparición en el verano de 1976 en Hendaya tras una discusión con otros dos dirigentes de ETA. Una disidencia y un cadáver que nunca apareció, pero cuyos verdugos, o secuestradores, o cómplices, aún viven.
Siento envidia, de la buena, porque la envidia es como el colesterol, que lo hay bueno que sirve para esforzarse y lo hay letal porque achica la conciencia. Y eso me sucede con ‘No digas nada’; quizá en España no nos dejarían ni intentarlo. Ocurre como con los reconocimientos. Me engolosino cuando leo los agradecimientos, las colaboraciones, las ayudas. Aquí un libro así serviría de diana para el tiro al blanco. El día que alguien lo logre será señal de que el periodismo, tras casi un siglo de mediocridad y servidumbre, vuelve a ser un instrumento que ayuda a pensar.