ABC 22/04/15
LUIS VENTOSO
LA semana pasada se cumplieron 103 años desde que el Titanic, el lujo extremo, se fue al garete contra un iceberg. Pero la tragedia sigue viva en el recuerdo: películas, descensos en batiscafo, novelas… En la fosa común del Mediterráneo acaban de morir ahogadas más personas que en el Titanic. Ojalá que dentro de 103 años se las recuerde, querría decir que su desgracia provocó una reacción universal. A unos los empujaba la miseria rampante de sus países. A otros, las persecuciones religiosas contra los cristianos, a los que una milicia suní, Estado Islámico, está degollando ya en las playas de Libia. El brillo de Europa los animó a todos a pagar a las mafias un billete para una ruleta rusa.
No es la primera vez que sucede una tragedia así y la indiferencia con que Occidente ha vivido muchas de ellas es una vergüenza (lo mismo que el desinterés de nuestros comprometidos ante las matanzas de cristianos: no escucharán una queja al respecto de los justicieros de Podemos, de Sánchez o de nuestros locuaces separatistas). Europa, que tiene dinero para ello, debe mejorar su dispositivo de rescate y disuasión y evitar más muertes en masa. Todos estamos de acuerdo. Es un imperativo moral elemental. Pero de ahí a culpar a los europeos media un trecho. Digamos la verdad: el horror del Mediterráneo no lo ha creado Europa, se debe a que su orilla sur es un collar de Estados fallidos, incapaces de atender las necesidades más elementales de sus gentes.
Europa causó daños en África (ahí está el genocidio belga en el Congo) y exprimió sus riquezas con rapiña. Pero muchos de aquellos países eran más estables y habitables en la época colonial que ahora, empezando por la Libia italiana. La descolonización no ha ocurrido ayer. La mayoría de esos países tomaron las riendas de sus destinos a comienzo de los años sesenta. Pero casi todos han sido incapaces de dotarse de una mínima seguridad jurídica y de unas estructuras de poder inclusivas, y no extractivas.
Para seguir diciendo la verdad, detrás late también el enorme fracaso del islam político. La religión islamista como regla de Gobierno ha resultado una calamidad. Arabia Saudí, por ejemplo, reino fundado en 1932, donde se hallaron en 1938 las mayores reservas de crudo del mundo, solo ha logrado construir una monarquía absoluta de corte medieval y regida por el rigorismo de la sharía. A diferencia de su odiado Israel, los países árabes no han acertado a crear un tejido industrial, ni unos derechos civiles asentados, ni gobiernos representativos. Sus océanos de petróleo y gas natural no han servido para armar modelos de crecimiento liberales (los únicos que a la larga traen prosperidad). De la cultura político-religiosa saudí solo han salido la sharía, el wahabismo y cierta exhibición impúdica de la opulencia, nunca un modelo para crear clases medias prósperas o levantar factorías en países vecinos. A eso hay que añadir una guerra civil secular y absurda entre suníes y chiíes.