Gabriel Albiac-El Debate
  • No, al señor Sánchez ninguna palabrería humanitaria lo pondrá a salvo de la avalancha de muerte, frente a la cual ni siquiera juzgó sensato declarar el inmediato estado de alarma

Un pudor casi invencible nos atenaza al invocar a los que han muerto. Y ese pudor exige que sólo en voz muy tenue, a ser posible en un susurro, nos atrevamos a decir sus nombres. Nada es más importante para el animal humano que esa certeza, inaceptable en el fondo, de que la muerte dé necesariamente alcance a todos. No a cada uno de nosotros sólo; también a cada uno de aquellos a los que amamos.

A la muerte propia puede aplicarse el lenitivo que adoptaron por igual epicúreos y estoicos griegos: nada es la muerte y en nada hemos de temer dar de bruces con ella en el camino; cuando yo no ella, cuando ella no yo; muerte y yo no somos compatibles. La muerte de los otros, sí. De los otros, más íntimos o más ajenos. De los que tendrán siempre en nuestra memoria nombre y apellido, por supuesto; pero también de los anónimos que fueron borrados masivamente por fuerzas que no acertamos a entender y a las que ni siquiera nos queda el pobre consuelo de atribuir responsabilidades que las hagan maldecibles. Cuando esos días de duelo se abalanzan sobre nuestros tan precarios ensueños, sólo el silencio puede apuntalar una presencia digna, un homenaje a la altura de la desolación que no admite coartadas. Nada de gritos. Menos aún, de consignas que, de puro bien intencionadas, arrastran las distorsiones más locas, aquellas que nos harán salir aún más heridos del trance.

«El pueblo salva al pueblo» es una de esos lemas que a todo el mundo place. Y que todos, sin embargo, deberíamos detenernos a considerar con cierta comedida cautela. Porque, en literalidad, no dice nada. No hay realidad humana que ponga «a salvo» del morir. Que es lo más propio y –quizá por ello– lo más ininteligible de cuanto sin remedio nos acaece a los humanos. No hay –aún menos– realidad alguna de eso a lo que la palabra «pueblo» finge el calor de una afectividad compartida. «Pueblo» es una de esas voces lo bastante polisémicas para poder ser utilizadas en su favor por el primer sinvergüenza que se lo proponga. Y lo bastante investidas de misteriosos dones arcanos como para que, en su nombre, las peores canalladas puedan ser consumadas impunemente. Así ha sido a lo largo de la historia toda de nuestra especie. Así seguirá siendo.

Llamar hoy, tras la tragedia de Valencia, a que «el pueblo salve al pueblo» es, en rigor no decir nada. Pero no decir nada, con la avalancha sentimental con la que esa nada se dice, puede imponer cualquier cosa. Menos inocente. La retórica sentimental es también un arma y sirve para lo que sirve: para ocultar lo real, cuando eso real se hace demasiado doloroso, o demasiado cargado de vergüenza.

No, en una sociedad civilizada, atenuar los sufrimientos que, por causas imprevistas, cayeron sobre los ciudadanos –no sobre el gregario «pueblo» de los benévolos despotismos ilustrados, sí sobre «la ciudadanía» de las ásperas sociedades libres–, no es la angelical tarea de gentes dotadas con el encomiable don del sacrificio. Es el deber reglado de una institución incomparablemente poderosa, a la cual las sociedades modernas llamaron Estado: el nudo en el que se asientan y coordinan fuerzas materiales y legales de una envergadura que ninguna sociedad humana poseyó antes. No es una bondad, ni una beneficencia. Es la única devolución tangible que el Estado –y quienes del Estado reciben honor y sueldo– debe a cada uno de quienes con su trabajo y sus bienes lo mantienen vivo.

No, al señor Mazón no puede justificársele que anduviera ilocalizable durante horas en medio de la hecatombe. No, a la señora Ribera nadie ni nada podrá perdonarle nunca los días durante los que permaneció oculta en su gabinete para no ser salpicada por el barro en sus legítimas pretensiones de medrar en la tan maravillosamente pagada Comisión Europea. No, al señor Sánchez ninguna palabrería humanitaria lo pondrá a salvo de la avalancha de muerte, frente a la cual ni siquiera juzgó sensato declarar el inmediato estado de alarma, porque, al cabo, pensó que quienes iban a pagar el precio electoral iban a ser sus adversarios políticos de la comunidad autónoma.

No es el momento de gritarlo. No. Es el momento de hablar en voz muy baja. Y, como en un susurro, grabar a fuego todo lo sucedido en la memoria.