Roberto Blanco Valdés, LA VOZ DE GALICIA, 17/6/2011
Una cosa es luchar por mejorar nuestros partidos -necesidad, ¿quién lo discute?, inaplazable- y otra creerse la inmensa mentira o la monumental estupidez de que, sin ellos, las cosas irían mejor que van ahora. Muy por el contrario, irían a peor. Más todavía.
«E l pueblo unido funciona sin partidos». Remedando la célebre consigna de otras latitudes y otras épocas («El pueblo unido jamás será vencido»), un grupo de indignados oficiales (los extraoficiales somos en España una legión) increpaba con tal proclama, a grito pelado, a uno de los políticos oportunistas (Cayo Lara) que, pretendiendo pescar en río revuelto, acudía a darles la razón en lugar de a discutir con seriedad sus argumentos.
La idea es, obviamente, llamativa. Y, claro, tentadora para muchos de los ciudadanos españoles -acampados o no- que, hartos de los partidos que tenemos, no dudarían un minuto en sumarse jubilosos a la condena universal de las organizaciones que protagonizan la gestión de los sistemas democráticos.
Sin embargo, hay tentaciones frente a las cuales poner pie en pared resulta indispensable. Y la de condenar a los partidos, pregonando que sin ellos la democracia funcionaría mejor que con su participación, es, con seguridad, una de las que deben ser refutadas de inmediato.
Por eso, tras reconocer que los partidos españoles son manifiestamente mejorables y que esa mejora significaría, sin duda, un paralelo incremento de la calidad de nuestra maltratada democracia, hay que afirmar rotundamente, acto seguido, que no es cierto que el pueblo (ni unido ni desunido) pueda funcionar en parte alguna sin partidos. Y ello por una sencillísima razón: porque los partidos son una pieza indispensable, por irremplazable, para construir políticamente al propio pueblo y, en consecuencia, para que funcione cualquier democracia digna de tal nombre.
Es cierto, por supuesto, que ese funcionamiento cambiaría para bien con partidos menos endogámicos internamente y menos autistas en sus relaciones con la sociedad de la que viven, es decir, con partidos más porosos, más democráticos y formados por élites con mejor preparación. Y es cierto también que los partidos son como son -no solo en España, pero aquí, desde luego, de un modo destacado- porque se han convertido, en gran medida, en la forma de vivir de quienes no la tienen o de quienes, en todo caso, no tendrían otra mejor que la profesionalización en la política.
Pero, pese a ello, pensar que puede haber democracia sin partidos -algo que no ocurre en lugar alguno del planeta- es no solo una utopía, sino una utopía casi siempre reaccionaria, que suelen defender, con argumentos de pobreza similar, los que no creen en la democracia. La historia está plagada de ejemplos que lo demuestran así sin contestación posible.
Una cosa es luchar por mejorar nuestros partidos -necesidad, ¿quién lo discute?, inaplazable- y otra creerse la inmensa mentira o la monumental estupidez de que, sin ellos, las cosas irían mejor que van ahora. Muy por el contrario, irían a peor. Más todavía.
Roberto Blanco Valdés, LA VOZ DE GALICIA, 17/6/2011