ABC 14/09/16
JUAN ANTONIO SAGARDOY BENGOECHEA, ACADÉMICO DE NÚMERO DE LA REAL ACADEMIA DE JURISPRUDENCIA Y LEGISLACIÓN.
· Tenemos unos resultados electorales que representan la voluntad popular, y en absoluto creo que deben interpretarse como melancólicos, sino como rompedores de una situación política de muchos años que va oliendo a naftalina. Hay que buscar la positividad de esos votos y traducirla en pactos viables de estabilidad y buen gobierno.
LA RAE define la melancolía como tristeza vaga, profunda, sosegada y permanente, nacida de causas físicas o morales, que hace que quien la padece no encuentre gusto ni diversión en nada. Pero la melancolía tiene además del significado de tristeza otro más positivo, que radica en añorar con buenos recuerdos cosas del pasado.
El pueblo español tiene un pasado esplendoroso que debe ser motivo de orgullo y acicate para la vida en común. Hemos tenido un siglo de luces en las letras, con Don Quijote como enseña universal; en el arte pictórico, con figuras como Velázquez, Murillo, Goya y, ya más cercanos, Picasso y Dalí. En las hazañas del Descubrimiento, con unos «fuera de serie» que supieron colonizar las tierras de América en medio de mil privaciones y sacrificios casi sobrehumanos. España ha sido en siglos pasados la nación más respetada y poderosa del mundo, y ya recientemente tenemos en nuestra historia el fenómeno político de una transición ordenada y valiente de una dictadura a una democracia parlamentaria de altura.
Es cierto también que en nuestra historia tenemos importantes nubarrones, especialmente con la pérdida de las colonias, que produjo un desánimo generalizado y una instalación del pesimismo como componente psíquico nacional. Nuestro siglo XIX es un ejemplo de lo no deseable: inestabilidad política, cerrazón a la innovación y modernidad y economía decadente. Y era la misma España. Y esa misma España, a partir de los 70, logró iniciar un sendero que nos ha llevado a cotas en lo económico, técnico y social de alto nivel. Tenemos unas infraestructuras de primer orden, una red de transportes muy buena, un clima y una gastronomía que atraen a millones de personas, una renta per cápita muy europea, unas empresas pioneras en construcción a escala mundial y un nivel de estudios muy aceptable entre la población. En definitiva, España es de los mejores países del mundo para vivir. Entiendo por vivir la totalidad de los componentes vitales: compañía, familia, alimentación, clima, movilidad, etc. Es cierto que tenemos importantes nubarrones que habrá que despejar, pero en conjunto somos un pueblo lleno de positividad. El problema radica en saber administrarla y fomentarla. Y ahí entra la política.
La política es el arte de saber administrar y fomentar el bienestar general, bajo los principios de justicia y libertad. En definitiva, poner por delante el interés general. Como es natural –pues es consustancial al ser humano–, los distintos partidos políticos buscan –al menos en teoría– la satisfacción del interés global de los ciudadanos bajo su particular concepción de la sociedad y sus aspiraciones. Todos los partidos tienen un mismo objetivo, o deberían tenerlo: la felicidad de los ciudadanos; su bienestar. Las diferencias surgen en el procedimiento, en cómo conseguirlo.
Todo está inventado a lo largo de la historia. En trazos gruesos solo existen dos grandes opciones: la socialdemócrata y la liberal. Una pone el acento en el reparto, y la otra en el mérito. Pero hoy en día cada vez está más desdibujada –sobre todo en Europa– la línea de separación entre las dos opciones por la asunción por cada una de ellas de lo bueno de la otra. Por eso sería la opción «socioliberal» la más equilibrada.
A partir de ahí están las distintas alternativas, por un lado más radicales y por otro más detallistas. Por ejemplo, el populismo ha tomado una gran fuerza en los distintos países de la Unión Europea, intentando instaurar un régimen donde disminuye la libertad y se fortalece el autoritarismo. Un autoritarismo falsamente popular, pues al final el pueblo es utilizado como instrumento del poder de los dirigentes, con apariencia democrática pero en realidad de sesgo autoritario; lo malo es que ello se aprecia cuando están ya en el poder.
En estos momentos España está en una encrucijada en la que resulta fundamental, por un lado, el ánimo de los ciudadanos, que no puede caer en la melancolía del desánimo, sino en la añoranza de lo mucho positivo que se ha hecho en los últimos cuarenta años, exigiendo a los partidos más seriedad y más patriotismo; y por otro, el arrumbar los intereses partidistas por parte de los partidos políticos, especialmente de los dos más importantes.
Hay que revalorizar el civismo, la conciencia ciudadana de participación, fundamentalmente a través de mecanismos electorales y poselectorales, que den la oportunidad de participar en la gestión de los intereses generales. Evidentemente, la reforma de la ley electoral, con la posibilidad de elegir personas más que listas, clama por su urgencia. Pero también es preciso que los votos emitidos en las elecciones sean dinámicos a lo largo de la legislatura y no una especie de botín de guerra que los partidos manejan a su antojo. Ahora tenemos unos resultados electorales que representan la voluntad popular, y en absoluto creo que deben interpretarse como melancólicos, sino como rompedores de una situación política de muchos años que va oliendo a naftalina. Hay que buscar la positividad de esos votos y traducirla en pactos viables de estabilidad y buen gobierno.
La democracia basada tan solo en el voto ciudadano es un secuestro de la voluntad popular. No se puede justificar el ideario de un partido basándose en el voto cuatrienal. Y aún peor si se juega a la llamada continua al voto, pues en las dos últimas elecciones ha quedado claro lo que los españoles desean. Lo importante es que los partidos sean capaces de interpretar lo que se ha dicho en las urnas y no forzar a los votantes a que voten lo que ellos quieren. Es cierto que las tornas han cambiado, que el bipartidismo ha terminado en su dominio electoral, pero hay que aprender a convivir en el pluralismo y hacer honor –añorando positivamente el pasado– a este gran pueblo que es España.