«Es mi esposa», declaró ante el juez, casi como una acusación. Nada de cuanto escruta el juez Peinado sobre Begoña habría ocurrido sin el aval, impulso y colaboración de Pedro. Moncloa apesta
No llegó a los dos minutos. Apenas un minuto y 49 segundos, casi como el programa de Gemma Nierga. Tiempo más que suficiente para las 26 escuetas palabras que Pedro Sánchez Pérez-Castejón tuvo a bien desgranar en respuesta las preguntas del juez. El trámite sin precedentes (el escenario, la causa, el protagonista) resultó severo y escueto. El deponente, algo tenso, incluso trastabilló al hilvanar su segunda frase, «deseo acogerme al derecho que tiene reconocido la ley», que llevó memorizada pero sin ensayo. Parecía un figurante primerizo al que de pronto se le conceden unas líneas. El magistrado mostró también cierto nerviosismo. Escrupulosamente prolijo, se enredó en las explicaciones, se prodigó en las amabilidades y hasta obsequió al compareciente un ‘muchísimas’ gracias lugar del correcto y más apropiado ‘muchas’. En fin, todo fue muy raro en aquella sesión del 30 de julio que ahora ha trascendido a los medios ante el enojo desmedido del protagonista, quien presentó en su día una querella contra el magistrado por prevaricación.
Una empresaria menor, de perfil modesto, «seria y responsable» según su cónyuge, apenas bachillera, nivel de formación enclenque y con un desarrollo laboral en los límites de la discreción
Esta ‘no declaración’, estos 109 segundos de fugaz interrogatorio, en los que, por lo que se advierte en las imágenes ahora difundidas, Sánchez respondió en su despacho, sentado ante su escritorio, con las banderas de España y Europa a su espalda, el ordenador a su izquierda y la jarra de agua a la derecha, derivó casi en una acusación. «Es mi esposa», afirmó rotundo el presidente del Gobierno a la pregunta del magistrado sobre Begoña Gómez Fernández: «¿Con esta persona tiene algún tipo de relación, de parentesco, de amistad, de enemistad…?»
Begoña Gómez está acusada de los delitos de tráfico de influencias y corrupción en los negocios. Es evidente que tan comprometida situación no habría sobrevenido de no ser la esposa del presidente del Gobierno. Su trayectoria profesional, hasta el advenimiento de su esposo a la Moncloa, era la de una empresaria menor, de perfil modesto, «seria y responsable» según su cónyuge, apenas bachillera, nivel de formación enclenque y con un desarrollo laboral en los límites de la discreción.
Nada de lo que ocurrió después habría sido posible sin esa condición, la de ser ‘su esposa’. Ni la ortopédica dirección del oscuro Africa Center del Instituto de Empresa de Diego del Alcázar (sin relación profesional alguna con aquel continente), los vínculos con Globalia mediante la fantasmal Wakalua, los enjuagues tenebrosos con la Organización Mundial de Turismo, la inaudita cátedra de la Complutense, los escandalosos contratos de Barrabés, su mentor y asesor de quien Sánchez ahora reniega. Sin entrar en otros episodios algo más ruidoso como el rescate de Air Europa y las andanzas por San Petersburgo y Dominicana.
Sin su condición de ‘esposa de’ difícilmente le habrían atendido los altos cargos de multinacionales a los que sableó, las instancias en las que mercadeó, las operaciones que redondeó
No es Begoña, es Pedro, que se hace el boludo como si nada supiera y se pone estupendo en sus escasas entrevistas a las teles amigas, defendiendo el derecho de la mujer a desarrollar su vocación, mientras Feijóo la quiere con la pata quebrada y casa. El prontuario de operaciones inadecuadas llevadas a cabo por la imputada en tan sólo seis años da medida, en primer lugar, de su desmedida ambición. No hay sector que considerara ajeno ni sablazo que le avergonzara. Sin su condición de ‘esposa de’ difícilmente le habrían atendido los altos cargos de multinacionales a los que sableó, las instancias en las que mercadeó, las operaciones que redondeó. Esa cátedra universitaria jamás se la habrían concedido dado su escuálido currículum académico. «Hay que darle una cátedra a Begoña Gómez», le instruyó el rector de la Universidad madrileña, Joaquín Goyache, ahora imputado, a su segundo de a bordo, en octubre de 2020. Prisas tenía la dama. Como si temiera que lo de Pedro tan sólo fuese para cuatro años.
Por encima de la ley
Hizo de la Moncloa su despacho privado, recibió a sus socios, arregló negocios, ahormó montajes… Es decir, no actuó nunca como una ciudadana más, no se valió estrictamente de sus méritos o de su preparación a la hora de encarar sus planes. Iba con el libro de familia en la boca, con el nombre de su esposo por delante para conseguir sus objetivos con ese descaro propio de quien se piensa invulnerable, ese desparpajo inaudito de quien se siente por encima de la ley.
Sánchez no responde ante el juez. Se mantiene callado y luego se querella contra el instructor, abogado del Estado mediante, un David Vilas, vaya cuajo. Reniega de la transparencia que predica, rehúsa colaborar con la Justicia e incluso renuncia a salir en defensa de su esposa ante el tribunal, en implícito reconocimiento de que hay algo que ocultar. Al tiempo, impele a su tropilla, bien los Bolaños o los Puentes sobre exabruptos turbulentos, a que se emplee con saña contra el juez Peinado, que ha sido objeto de todo tipo de ataques verbales, personales y hasta familiares, en un proceder que, con el sanchismo, ya casi es costumbre. Así el juez Llarena, así Marchena, así García Castellón, hostigados y vilipendiados incluso en sede parlamentaria por la pandilla basura del Frankenstein menguante, como diría Esther Peña.
Es su esposa, cierto. Razón por la cual se ha sentado ya dos veces en el banquillo de los imputados. Ni una sola de sus heterodoxas iniciativas, impulsadas a lo largo de este sexenio, las habría podido redondear sin la anuencia, conocimiento, apoyo y aval de su marido, el galansote. Sea o no merecedora de reproche penal -lo que está por ver y el lunes 30 se despejarán algunas dudas y ya pinta bien- es evidente que el silencio de Sánchez resulta incompatible con los usos exigibles a un primer ministro democrático quien, lejos de dar explicaciones sobre el comportamiento de su esposa, ha optado por desatar una disparatada ‘Acción en defensa de la democracia’ con la que pretende intimidar, presionar y atemorizar tanto a los medios como a la Justicia. «Es mi esposa». En efecto, ese es su problema. El de ambos.