En este momento en que el entorno de Batasuna y del nacionalismo radical hacen tanto gasto para conquistar el espacio público, la esfera social, se echan de menos movimientos cívicos en el País Vasco que les disputen el campo con los principios políticos que salieron a la calle hace una década logrando el comienzo del fin del terrorismo.
Me apresuro a hablarles del libro Mal consentido (Alianza), de Aurelio Arteta, pues en vista del caso que los medios de comunicación hacen al ensayo serio corre el peligro de pasar desapercibido. Trata de uno de los problemas éticos menos académicamente estudiados y sin embargo de mayor relevancia: no el caso de los que cometen las agresiones y crímenes ni el de las víctimas que los padecen, sino el de quienes asisten a esas fechorías sin evitarlas e incluso desentendiéndose de ellas. Como dice en resumen el subtítulo del libro, «la complicidad del espectador indiferente». El estudio del profesor Arteta es preciso y minucioso: analiza las actitudes ante el mal de quienes no lo consideran cosa suya a pesar de que su proximidad les salpique, las diversas disculpas para escurrir el bulto, la responsabilidad de quienes no responden, el deber de no minimalizar cómodamente nuestros deberes y hasta en ocasiones el deber de ir más allá del deber. En el fondo, toda la obra se condensa en lo que ya se nos dijo y pocos escucharon: para que los malvados cometan las peores atrocidades basta con una sola y simple cosa, que las buenas personas no hagan nada.
En el libro se manejan referencias clásicas a las tragedias del siglo XX, desde el exterminio llevado a cabo por los nazis a los campos de concentración soviéticos (es especialmente interesante la polémica con la idea de Hannah Arendt acerca de la «banalidad del mal»). Pero aunque apenas tenga menciones explícitas, es evidente como trasfondo próximo y motor de la indagación lo ocurrido en las últimas décadas en el País Vasco: un drama que Aurelio Arteta conoce precisamente muy bien, porque él es uno de los que desde hace muchos años decidió no rehuirlo, implicándose con todas las consecuencias, tanto teórica como prácticamente.
Por eso hoy, cuando parece avistarse el final de la violencia etarra y se afrontan las consecuencias políticas y sociales que puede implicar, esta obra tiene una relevancia muy oportuna para quienes se atrevan a pensar el asunto a fondo y no se limiten a los subterfugios de la coyuntura. Efectivamente, en el País Vasco y en España entera se ha dado un fenómeno social de inhibición y adormecimiento moral ante el terrorismo y sus consecuencias, personales e institucionales. Se han cerrado los ojos o se ha desviado la mirada, a veces con alambicadas coartadas ideológicas, no solo ante tantos asesinatos, coacciones, extorsiones, pérdida de derechos civiles y de libertad de expresión, exilios forzosos de amenazados, etcétera, sino también ante ocasionales perversiones del Estado de derecho por quienes debían defenderlo, en forma de torturas, malos tratos o guerra sucia. Sin duda, no son equivalentes ni se trata del enfrentamiento de dos monstruos semejantes, por un lado ETA y por otro el Estado democrático, como ahora quisieran hacernos creer algunos para lograr en la opinión pública un empate que enmascare el fracaso de las armas criminales que han apoyado hasta ayer mismo. Pero no por ello es menos urgente una reflexión cívica y ética de verdadero alcance, no por masoquismo, sino para que se logre en la medida de lo posible -la tragedia lo es porque nunca se repara del todo- una regeneración auténtica de la convivencia dañada.
Que los políticos hagan su trabajo, que las instituciones democráticas se mantengan como único e inmodificable ámbito del juego político del futuro: desde luego. Pero en este momento en que el entorno de Batasuna y del nacionalismo radical hacen tanto gasto para conquistar el espacio público, la esfera social, se echan de menos movimientos cívicos en el País Vasco que les disputen el campo con los principios políticos que salieron a la calle hace una década logrando el comienzo del fin del terrorismo.
Fernando Savater, EL PAÍS, 14/12/2010