Editorial-El Debate
  • El abandono y asfixia del medio rural con políticas sectarias es la principal causa de la hecatombe

El Gobierno de España ha aprovechado la tragedia de los incendios en varias comunidades autónomas para echarle la culpa a la «emergencia climática», uno de sus mantras más habituales con el que pretende lograr dos objetivos.

El primero, evadir sus propias responsabilidades, tras un alarde de incompetencia en la prevención y el auxilio de las zonas afectadas, simbolizado en la imagen de Pedro Sánchez de vacaciones en Lanzarote mientras media España ardía.

Y el segundo, redoblar su demagogia ideológica, según la cual todo obedece a un cambio climático inducido por el hombre frente al cual solo pueden aplicarse las políticas restrictivas resumidas en la Agenda 2030, con el añadido de una presión fiscal en nombre de la ecología que penaliza al consumidor, reduce la competitividad del sector primario y beneficia a países que no se sienten concernidos por tales recetas.

Resulta indignante que para Sánchez todo sea en sus discursos un apocalipsis climático, pero a continuación, la respuesta a ese descomunal fenómeno sea un asunto doméstico de las comunidades autónomas: la falta de sintonía entre la gravedad retórica que se le confiere y la respuesta operativa que se concede es, en sí misma, una prueba del cinismo artero del personaje, coronado por una lamentable explotación política de cada drama.

Lo vimos con la dana en la Comunidad Valenciana y lo estamos viendo con el fuego en Galicia, Castilla y León, Andalucía, Extremadura o Madrid: allá donde gobierna el PP, se intenta manipular a la opinión pública para adjudicarle toda la culpa y, de paso, redoblar la doctrina ambientalista más extrema.

La realidad es que todas las administraciones tienen su cuota de responsabilidad y que, al frente de ellas, está el Gobierno: ninguna tragedia de amplias proporciones puede ser atendida con las limitadas herramientas domésticas de una región, tal y como demostraron las inundaciones valencianas y recoge la Ley de Seguridad Nacional, el manual legislativo de instrucciones para este tipo de fenómenos.

Pero también es cierto que, antes de pensar en cómo apaciguar las llamas, hay que actuar para que no prendan y acaben llegando incluso a las casas, como ha ocurrido este agosto en España de manera insoportable: no es propio de un país avanzado que el fuego devore pueblos y aldeas. Y culpar de ello a la famosa «emergencia climática» es, simplemente, inaceptable.

La España rural ha sido abandonada, cuando no atacada, por políticas nacionales y europeas que hacen casi inviable su mantenimiento y provocan el exilio de millones de personas desde el campo a la ciudad.

La reforestación masiva y alocada, la prohibición de mantener el monte, las limitaciones al pastoreo y a la ganadería, la asfixia de la agricultura y la paulatina reconversión del medio rural en una especie de santuario ecologista intocable son, sin duda, causas directamente responsables de que la devastación se extienda cuando se prende una mecha, casi siempre por la mano premeditada del hombre.

Y la falta de coordinación entre administraciones, la vergonzosa inversión en mantenimiento y respuesta y la falta de sensibilidad hacia el campo de quienes más hablan de él en vano hacen el resto. El cambio climático existe, sin duda, y negarlo sería tan absurdo como rechazar el imprescindible debate sobre si las causas y remedios que señalan y proponen el Gobierno y en parte Europa son los adecuados.

Pero echarle la culpa a un fenómeno etéreo es intolerable, una burla a las víctimas y un abandono de la España que da identidad al país, cuya historia se escribe también en sus pueblos, sus montes y sus litorales. Su defensa es imprescindible y urgente, y requiere de políticas transversales, sin sectarismo, sustentadas en el respeto a quienes viven en ellas y las han sabido cuidar durante siglos.