ABC 09/08/15
LUIS VENTOSO
· Ninguno de los males de España tiene que ver con su Constitución
DE niño, allá en los años 70 del siglo pasado, todavía me dio tiempo a ver casas de aldea cuyas únicas formas de calefacción eran una lumbre pobre y el aliento de cuatro bestias en la cuadra, que caldeaban con sus vahos los espartanos dormitorios del primer piso. La higiene personal era mínima: unas friegas superficiales en una tina, con el baño como artículo de lujo para fiestas señaladas y el cepillo de dientes a guisa de exotismo. En realidad aquellas personas seguían viviendo como sus antepasados medievales.
Todo esto ocurría en un país que daba unos complicados pasos hacia la democracia, con riesgo cierto de asonadas militares. Las ayudaba a anular un Rey valiente y con visión de futuro, al que hoy cuatro orates que no han demostrado nada niegan todo mérito mientras lo insultan –nos insultan– retirando sus estatuas con sectarismo chuleta. Era una España que emigraba en masa a Suiza e Inglaterra (pero no para un Erasmus o trabajar unos años, sino para encerrarse a cal y canto durante décadas sin conocer la palabra ocio). Aquel país se veía además zarandeado por una banda de asesinos crueles y eficaces, ETA, que atentaban con una barbarie contumaz, que hoy nos parece reservada a Bagdad o Paquistán.
Pero lo peor era que una herida profunda seguía recorriendo las entrañas del país, una cizaña ideológica fratricida, que había provocado un mar de sangre y estaba mal cerrada. España, capaz cinco siglos antes de levantar el mayor imperio que conoció la humanidad y de mantenerlo doscientos años, parecía ahora una nación abocada a lo extremo: o el caos de una república fallida de espinas comunistas, o una dictadura eterna y torpona en lo económico, que alejaba al país del nivel de vida y las libertades de sus homólogos europeos.
Para asombro del Occidente próspero, España cerró sus heridas con la Constitución de 1978 –algún día se reivindicará a Fraga– y plantó los raíles de una gran prosperidad. Se dotó de un Estado del bienestar, creó un modelo de administración federal que atendía a su diversidad, organizó un fisco reglado y dio un enorme salto, que la ha convertido en uno de los países donde mejor se vive del mundo. Un espectacular éxito, que debería enorgullecernos y animarnos a avanzar con confianza.
España tiene problemas serios, por supuesto: es Europa y el continente está en decadencia, incuba una bomba demográfica, sus resultados educativos son muy mejorables y todavía arrastra la resaca del doble estallido del sector inmobiliario y las cajas de ahorros. Además, sufre la embestida unilateral de un grupo de sediciosos catalanes, que propugnan el separatismo frente a la opinión de la mayoría de sus vecinos y del conjunto de los españoles (que tienen como modelo favorito el actual Estado de las autonomías, 38,2 por ciento; siendo la segunda opción un Estado sin comunidades, 18 por ciento; mientras que solo un 9,7 por ciento son independentistas).
Pero nos hemos puesto a correr sin cabeza detrás de los sediciosos. Es triste ver a Rajoy sumándose al coro de la reforma constitucional, sin concretar siquiera bien por qué y para qué. Absurdas mudanzas en tiempo de tribulación. Ausencia, una vez más, de la más mínima autoestima y confianza.