Ignacio Camacho-ABC
- Cuando la palabra «emergencia» cobra pleno sentido en medio de una crisis de pánico, un líder tiene que elegir entre la condición de estadista y la de candidato. Y ésa es exactamente la alternativa para la que Pedro Sánchez no estaba preparado. Le falta madurez para enfrentarse a un problema de gran impacto
El liderazgo no es un don infuso como el genio o el carisma; hay que construirlo, ganárselo, merecerlo y asentarlo, sobre todo cuando se carece de rasgos carismáticos. Y es la realidad, no la propaganda ni el postureo, la que moldea al líder cuando lo enfrenta a trances extraordinarios y circunstancias cruciales ante los que no vale el diseño de escenarios mágicos ni la aplicación rutinaria de clichés prefabricados. Cuando la palabra «emergencia» cobra pleno sentido en medio de una crisis de pánico, el dirigente tiene que elegir entre la condición de estadista y la de candidato. Y ésa es exactamente la alternativa para la que Pedro Sánchez no estaba preparado. Acostumbrado a la «democracia de audiencias», le falta nervio,
madurez y criterio para enfrentarse a un compromiso de gran impacto. Es mal momento para disparar sobre el piloto porque no hay otro de recambio, pero nadie puede ignorar ya que aunque no quede más remedio que hacerle caso, la epidemia ha sorprendido al país en malas manos. Lógico: un Gobierno de políticos mentalmente adolescentes no podía sino cometer errores de novato.
La insensatez de autorizar -y promover- la manifestación del 8-M va a pesar sobre el Gabinete más que la losa de Franco. Porque fue más que una equivocación: fue un empeño motivado por un designio ideológico ciego. Y sus consecuencias, simbólicas y/o reales, han calado en esa opinión pública a la que el presidente está obsesivamente atento. Lo que ha venido después han sido una serie de decisiones compulsivas ejecutadas a rastra de los acontecimientos. Necesarias pero la mayoría fuera de tiempo, descoordinadas con las autonomías y en medio de una sensación flagrante de desconcierto ante la evidencia de que había llegado un momento en que no bastaba parapetarse en la opinión de los expertos. El mayor despropósito -por ahora- lo constituye la declaración del estado de alarma a plazos, sin especificar hasta el día siguiente su traducción en mandatos concretos y sin enjaular la comunidad de Madrid, el principal foco de infección, con carácter previo, provocando una irracional pero previsible estampida de insolidaridad y miedo. No es difícil identificar la causa esencial de ese titubeo: el mando único exigía pasar por encima de las competencias autonómicas y ponía en riesgo la relación con los aliados preferentes de la «coalición de progreso».
Con su actuación torpe, prolongada ayer mismo hasta el esperpéntico disparate de un Consejo de Ministros incapaz de resolver su propias dudas hasta bien avanzada la tarde, el Ejecutivo ha venido a confirmar el prejuicio de desconfianza que la reiterada ausencia de credibilidad de su líder suscitó desde el primer instante. El comienzo prometedor con que abordó la gestión del coronavirus -perfil bajo y poniendo a los epidemiólogos por delante- no era, al cabo, una muestra de cautela sino una manifestación de incompetencia para enfrentarse a un fenómeno de naturaleza poco controlable y muy antipática a efectos de réditos electorales.
Ni Sánchez ni Iglesias ni sus respectivos equipos tienen solvencia para manejar un problema de trapío, y lo intentaron dejar en manos de las autonomías y los científicos; un método juicioso en principio… hasta que los hechos tomaron velocidad por sí mismos. No había un plan económico ni sanitario, como se ha visto en los posteriores pasos improvisados a base de tanteos y bandazos que han calcado todos los desatinos del modelo italiano. La idea de frenar el nerviosismo popular para evitar el colapso era un propósito acertado pero le faltó -algo insólito en un Gabinete de Presidencia dirigido por técnicos publicitarios- una estrategia de comunicación en el plano mediático. El portavoz médico Fernando Simón se ha achicharrado al ofrecer, pese a su buen oficio, una clara impresión de falta de respaldo. En una sociedad abierta, con las redes sociales divulgando a todo trapo noticias y bulos mezclados, se vuelve política y socialmente letal la carencia de un discurso claro.
Y no se puede quejar Sánchez de oposición combativa. A diferencia de la desaprensiva actitud que él adoptó ante el brote de ébola -que no causó una sola víctima-, la derecha ha declinado cualquier tentación oportunista pese a las voces que reclamaban una postura más crítica. Tanto Casado como Arrimadas -Vox se autoanuló con la inconsciencia de su mitin el día de la marcha feminista- han evitado la marrullería y ofrecido con responsabilidad de Estado un apoyo que el presidente ni siquiera fue capaz, no ya de solicitar, sino de agradecer en términos adecuados. Los dirigentes autonómicos del PP -que también se han lucido al anunciar o negar cosas que escapaban a su ámbito y al decidir por su cuenta asuntos que requerían un acuerdo competencial más amplio- han cooperado incluso al punto de ocultar o minimizar los roces y desencuentros con un Ministerio de Sanidad en pleno caos. Paradójicamente el más duro objetor de las disposiciones gubernamentales ha sido García-Page, el mandatario socialista manchego. Sólo las medidas económicas han quedado, como es natural, fuera del consenso, y ello por la insuficiente respuesta de un Gobierno cuyo titular aún ha tenido el desparpajo ventajista de aprovechar la circunstancia excepcional para pedir sin negociación previa la aprobación de sus presupuestos. Como las hipótesis contrafactuales no tienen contraste objetivo, vale más obviar con elegancia lo que habría ocurrido de ser el centro-derecha el encargado de dirigir la batalla contra el virus.
No obstante, sería una insensatez cuestionar las órdenes de un general en pleno combate. Ahora sólo toca obedecer, colaborar, poner de nuestra parte la mayor dosis posible, si no de confianza, sí al menos de civismo responsable. La prioridad colectiva no está en las calles sino en los hospitales, donde la saturación roza límites paralizantes y amenaza vidas de enfermos de toda clase, sean de coronavirus o de otras patologías potencialmente mortales. Esperan quince días -que tal vez sean más- poco gratos, con una población de hábitos muy socializados recluida en práctico arresto domiciliario. Un sacrificio general para evitar una crisis de salud pública de primer grado, al que probablemente sucederá un desastre económico de imposible cálculo cuyos efectos amenazan con descoser el ya deshilachado tejido de los negocios pequeños y medianos. El coste de esta experiencia va a ser muy alto. Pero ya que no hay líder, vamos a ver si al menos hay ciudadanos.