Francisco Rosell-El Debate
  • Al cabo de este septenio sanchista, se cosecha lo sembrado con aquella algarabía de telediario de junio de 2018 para recibir con banda de música al buque Aquarius con los emigrantes recogidos en aguas próximas a Italia y Malta tras la negarse esos países al desembarco en puertos tan atiborrados como hoy los canarios

Aunque la cosa anda mal, hay avestruces humanos que meten la cabeza bajo el ala, mientras se finiquita la igualdad y la integridad territorial de España con un Pedro Sánchez tributario del separatismo y sobre cuya cabeza pende la espada de Damocles de la Justicia española y europea. Mientras estos ciegos voluntarios observan impávidos cómo se hace añicos la nación más antigua de Europa bajo la falacia de ensamblar luego esos trozos en el puzle adefesio de «la Expaña plurinacional», diríase que precisan ver materializada la ruptura como en «La balsa de piedra» de Saramago, donde el Nobel luso novela el desgajamiento peninsular por una grieta pirenaica.

Así, esta España colonizada por un soberanismo que amputa el Estado y que invade la jurisdicción del resto de autonomías, sin que a los españoles se les dé vela en el entierro, es hoy un archipiélago fragmentando territorialmente y debilitado por la suicida gestión de la emigración siguiendo el dictum Divide et impera (Divide y vencerás). Una estrategia emprendida por Zapatero con el Pacto del Tinell para excluir del juego político a los grupos a su derecha y que Sánchez secunda a pies juntillas alzando un Muro para parapetarse junto con sus hoy cómplices de unas corrupciones al por mayor.

Al otro lado de los Pirineos, la Francia de la «Liberté, Égalité, Fraternité», pese a su apariencia de Estado fuerte, centralizado y vertical coronado por un monarca republicano, es hoy un archipiélago de islas aisladas entre sí como refleja el exitoso libro de ese título del sociólogo Jérôme Fourquet. En el país transpirenaico, la falta de separatismo se compensa con creces con una conflictiva emigración a la que no se ha logrado integrar y que se agrava con las sucesivas generaciones de unos inmigrantes musulmanes a los que exceptuó del esfuerzo de integración exigido a españoles o polacos y de deslindar lo espiritual y lo temporal. Como avizoró hace décadas Jean-François Revel, «una civilización que se siente culpable de todo lo que es y hace carece de energía y convicción para defenderse».

Si Francia es un «archipiélago de comunidades que no siempre se entienden entre ellas», los errores de esa «archipielización» arraigan en una España cuyos políticos no priorizan abordar la solución de este espinoso asunto, sino instrumentalizarlo. Ello incendia un país que disipa la matriz católica que le aportaba una identidad que mengua a medida que disminuyen iglesias y multiplican mezquitas colmadas por una inmigración arabo-musulmana frente a un «catolicismo zombi». Ello detona la representación política de esta «sociedad-archipiélago» como en Francia después de la bomba de relojería que instaló Mitterrand al apoyar solapadamente a Le Pen padre a fin de que el Frente Nacional dividiera el voto de la derecha y alargar diez años su estadía en El Eliseo.

En el archipiélago español, junto al separatismo y a la corrupción dándose la mano con «autoamnistías» entre compinches, la emigración ilegal comparece en el campo de batalla política haciendo que la situación sea, según la sarcástica definición del escritor Karl Kraus sobre el Imperio Austrohúngaro en 1914, «desesperada, pero no grave». Al cabo de este septenio sanchista, se cosecha lo sembrado con aquella algarabía de telediario de junio de 2018 para recibir con banda de música al buque Aquarius con los emigrantes recogidos en aguas próximas a Italia y Malta tras la negativa de estos países a que desembarcaran en puertos tan atiborrados como hoy los canarios.

Aquella supuesta audacia se ha revelado temeridad, por lo que Sánchez busca esquivar ese bumerán y descalabrar a la oposición como ejemplifican la porfía política tras los enfrentamientos sucedidos luego del salvaje apaleamiento de un anciano en la localidad murciana de Torre Pacheco a manos de unos delincuentes magrebíes en estado irregular. Entre tanto, el ministro Marlaska hacia mutis yéndose a Londres a la final de Wimbledon y avistando desde lejos los disturbios de Torre Pacheco como el que gira la cabeza a derecha y a izquierda siguiendo la trayectoria de la bola para que el conflicto se le hiciera bola -valga la redundancia- a los españoles.

Dicho lo cual, el problema español no estriba tanto en la patata caliente de la inmigración como en la negligente política que facilita el negocio de logreros, así como esa pretensión de ciertos políticos de mutar a estos emigrantes en proyectiles electorales que, de un lado, sean el nuevo proletariado de la izquierda y, de otro, aviven los populismos para torpedear la alternancia política retroalimentando los dos polos del imantado mapa político. Los emigrantes deben ser bien recibidos y tratados no por lo que son, sino por lo que hacen en favor de integrarse respetando los valores democráticos y el ordenamiento constitucional sin caer en la ingenuidad biempensante o en la satanización del extranjero.

A estos efectos, y ante las alarmas que desatan las autorías de determinados delitos, tan pernicioso es ocultar que el porcentaje de actos de delincuencia perpetrados por emigrantes está por encima de la proporción que estos representan en la población española como reducir la delincuencia a estos por medio de los agitadores del odio en el rio revuelto de las redes sociales. Sin duda, no se puede establecer una relación directa entre la emigración con la delincuencia como tampoco asociar la pobreza a ésta como hace para justificarla esa izquierda «woke» que abreva en el presupuesto y vive alejada de zonas donde el problema se vive pared con pared, escalera con escalera.

A este propósito, no se debe propiciar una emigración desbocada y de difícil integración al ser una bomba de espoleta retardada, pero cierta, que pulveriza el panorama político y la convivencia. Pero, como decía Ortega y Gasset, en este país de viceversas, al que avisa del fuego llaman pirómano o directamente «facha» o «racista» aplicando la denominada «Ley de Godwin» por la que, según este sociólogo estadounidense, se recurre al insulto en cuanto se pierde la razón.

En este sentido, pasma el cinismo de los corifeos de un Gobierno sostenido por formaciones xenófobas y racistas que allí donde gobiernan o dominan imponen el apartheid contra los castellanoparlantes hasta convertirlos en extranjeros en su país, mientras sólo ven la viga en el ojo de Vox en una muestra de hemiplejia moral acorde con el actual archipiélago español. En definitiva, la cuestión no es tanto el difícil manejo de la emigración, sino su suicida gobernación al contemplarse exclusivamente esta materia capital por la ranura de la urna electoral.