IGNACIO CAMACHO-ABC

  • Quienes lamentan que el Rey se limite a dirigir el tráfico de candidatos pueden probar a imaginarse en un régimen republicano

Felipe VI se apellida Borbón pero no borbonea. El ‘borboneo’, una manera de terciar en política sin poder pero con influencia, tuvo sentido al comienzo de la Transición, cuando todo estaba por hacer y la Constitución ni siquiera tenía letra. Luego el propio Juan Carlos se fue dando cuenta de que ese estilo intervencionista, que en el fondo era una especie de tutela, resultaba incompatible con la normalidad institucional de una democracia moderna. Con González todavía dispuso de cierto margen para alguna mediación indirecta pero a partir de Aznar se hubo de limitar apenas a cumplir gestiones diplomáticas, casi siempre de índole económica, solicitadas desde la Presidencia. El sucesor heredó una Corona desgastada por las irregularidades financieras de su padre y sin ninguna capacidad de injerencia, y aun así tuvo que ejercer en una situación crítica –la insurrección catalana– el llamado «poder de reserva» ante la alobada inacción del Gobierno encargado de defender el sistema. Aquella vez se trataba de una clara emergencia pero no se le puede pedir que apele a esa ‘ultima ratio’ ante cualquier problema ni que ponga su autoridad moral sobre la mesa para resolver cuestiones que, por graves que sean, compete a las Cortes y a los agentes políticos despachar por su cuenta.

Las funciones de arbitraje y moderación definidas en el Título II de la CE, incluido el mando de las Fuerzas Armadas, son simbólicas y están tasadas. La figura jurídica del refrendo exime de responsabilidad los actos del monarca, restringe su espacio de discrecionalidad y limita la sanción de las decisiones ejecutivas y parlamentarias a una diligencia prácticamente automática. A ello hay que añadir la especial delicadeza de la última etapa, en la que el clima de polarización partidista y social vuelve muy difícil el tránsito por una senda de neutralidad sin riesgo de violentarla. Por muy consciente que sea del fondo de amenaza que late en la deriva rupturista de alguna probable alianza, el Rey no está, y menos en las presentes circunstancias, para enmendar preventivamente la voluntad de un cuerpo electoral que ha elegido a sus representantes con libertad soberana.

El ‘borboneo’ solicitado por ciertos sectores de opinión a la hora de proponer el orden de investidura equivaldría a disipar el crédito imparcial de la Jefatura del Estado, que no dispone de la facultad de iniciativa de presidentes de república como el portugués o el italiano. La ambigüedad del artículo 99 le aconseja, o le obliga de facto, a circular a falta de preceptos reglados por el estrecho carril de los procedimientos consuetudinarios. Por prudencia, por lógica, por olfato. Y quienes desde teóricas posiciones constitucionalistas caen en la tentación de pensar que no se necesita un Rey para dirigir el tráfico de candidatos sólo tienen que imaginar su caída para comprobar cuánto tardan en añorarlo.