TEODORO LEÓN GROSS – EL MUNDO – 15/07/17
· ¿Qué pensar de un país cuyos representantes son incapaces, en pocas horas, de consensuar una declaración institucional sobre Miguel Ángel Blanco, otra sobre Venezuela y otra sobre el camposanto azul del Mar de Alborán? Esa era, esta semana, una pregunta repetida con cierta decepción, o con desencanto resignado.
Se exagera: hay una sacralización del consenso. Lo saludable en una democracia es el disenso; y además conllevar ese disenso sin drama. Los parlamentos búlgaros donde se vota con unanimidad desprenden un aire totalitario inconfundible. Y, en definitiva, el consenso a menudo parece, como sostenía Margaret Thatcher, «el abandono de todas las creencias, principios, valores y políticas; o sea, algo en lo que nadie cree pero a lo que nadie pone objeciones». Los consensos con frecuencia acaban siendo la nada, aunque, eso sí, una nada aceptable.
El sistema por supuesto necesita fabricar consensos–ese concepto de Lippmann tan denostado por los conflictualistas como Chomsky–, pero no hay que aspirar a las unanimidades. Y la dinámica de fabricar consensos artificiales tiene un interés limitado. La propia Thatcher ironizaba enfatizando que ninguna gran causa se ha defendido al grito de «¡A favor del consenso!». Las causas emanan de convicciones, y la democracia es el conflicto institucionalizado de diferentes convicciones e intereses. Conflictos ideológicos, conflictos de clases, conflictos de territorios, conflictos de intereses de todo tipo.
Ahora bien, asumida la normalidad del disenso, con diferencias más o menos gruesas o con matices más o menos sutiles, la lógica del consenso es simple: a veces se hace necesario demostrar que hay causas o valores que unen a toda la sociedad. Y esto surge de una voluntad política. Es decir, si existe voluntad política de consensuar, es fácil el acuerdo renunciando a los matices; y si no existe voluntad política, es fácil buscar matices de fricción para terminar por no acordar nada. Y esto último es exactamente lo sucedido.
Miguel Ángel Blanco es, más que una víctima del terrorismo de ETA, un símbolo nacional en la memoria colectiva. Al margen del comportamiento rácano del Entorno Podemos o la sobreactuación del PP, pactar una declaración institucional debería haber sido sencillo. Y, en realidad, fracasó por el veto de Bildu, de modo que es perfectamente lógico.
Quién necesita la hipocresía de los batasunos. Sobre Venezuela, parece claro que el PP perseguía incomodar a Podemos a sabiendas de que Podemos, vinculado al chavismo, se resiste a aceptar la realidad. Tacticismo obvio de ida y vuelta. En cambio, no pactar sobre los muertos del Mar de Alborán es más absurdo. Fracasó por un matiz de Podemos, un matiz al que ellos hubieran podido renunciar con facilidad pero que los demás podían haber aceptado fácilmente. El consenso hubiera sido un buen relato, pero todos apostaron por imponer su propio relato contra el relato común.
No hay que dramatizar la falta de consensos unánimes –una declaración institucional del Congreso requiere el 100%–, pero sí que no exista la menor voluntad política de consensuar. Y eso es lo que hay. Por demás, estos asuntos son anecdóticos si se comparan con la Educación o la reforma laboral. Eso son naufragios a gran escala. Aunque el parlamentarismo haya resurgido felizmente en esta legislatura plural, el mensaje de que no hay nada que una a todos supone un fracaso. Primero, porque es desmoralizador; y además, porque es mentira.
TEODORO LEÓN GROSS – EL MUNDO – 15/07/17