DAVID JIMÉNEZ – EL MUNDO – 26/07/15
· En un país de políticos de moral tan endeble como los nuestros, con tramas que, como la Púnica, demuestran que la España del pelotazo sigue gozando de inmejorable salud, nada nos gustaría más que creer al Rey cuando dice que en España cumplir la ley es «ineludible». En realidad, estamos en una competición por eludirla.
España ha entrado en una especie de viejo oeste legislativo donde cada cacique local, provincial o regional decide qué leyes son de su suficiente agrado como para molestarse en aplicarlas: Artur Mas cree que es él y no la justicia quien debe decidir cuántas horas de castellano reciben los estudiantes catalanes; la alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, se mofa de la norma que obliga a decorar el consistorio con una imagen de Felipe VI –«no encontraba» un retrato para sustituir al guillotinado Juan Carlos I– y una decena de autonomías han anunciado que no aplicarán la Ley Orgánica para la mejora de la Calidad Educativa (Lomce). Si no le importa, me manda otra que se adapte a mis gustos.
Hay reparos justificados al texto educativo del ex ministro José Ignacio Wert, y motivos para poner de cara a la pared a esos políticos incapaces de alcanzar un acuerdo que detenga el deterioro en la enseñanza, pero cumplir leyes que emanan de la legitimidad democrática del Gobierno no puede ser opcional. La idea de asumir sólo aquellas normas que nos agradan tiene el pequeño inconveniente de que merma las reglas básicas de un Estado de Derecho y termina convirtiéndonos en un país de pandereta.
La dificultad para dar la vuelta a la creencia de que las leyes no comprometen a todos por igual es que es compartida por los mismos partidos que las proponen, redactan y aprueban. Partido Popular y PSOE llevan tratando de minar la independencia judicial desde antes de que se atribuyera a Alfonso Guerra la frase «Montesquieu ha muerto» (y con él, la idea de que unos poderes deben vigilar a otros).
Atar en corto a los jueces ha sido desde entonces la determinación, entre otros, de Mariano Rajoy, que cuando hace dos años tuvo que elegir entre cumplir su compromiso electoral de reforzar la independencia de la justicia o debilitarla en beneficio de su partido, optó por lo segundo. La decisión del presidente de instaurar la fórmula más partidista de elección de los vocales del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), a pesar de que su partido la criticó durante décadas, es una de las grandes traiciones del proyecto de regeneración que Rajoy decía representar. Y así, hemos asistido bajo su mandato a la dimisión de un fiscal general del Estado harto de intromisiones, al reforzamiento de un sistema por el que las vacantes judiciales que se reparten en función de parentesco político o a la maniobra esta misma semana para evitar la reelección del presidente de la Sala del Supremo encargada de controlar los actos del Gobierno, gracias a los votos de los vocales del PP en el CGPJ. Produce sonrojo que, como recordaba Manuel Marraco en su crónica en este diario, la votación reprodujera «casi miméticamente la procedencia [política] del nombramiento de los vocales». ¿Eran jueces o políticos los que votaban?
Las legítimas exigencias del Gobierno para que se cumpla la ley tendrían mucho más peso si fueran acompañadas de un mayor respeto a la justicia por su parte. Su constante intromisión nos aleja del ideal del abogado Atticus Finch en Matar a un Ruiseñor, cuando sostiene que la justicia de un verdadero Estado de Derecho «hace a un pobre el igual de un Rockefeller, a un estúpido el igual de un Einstein, y al hombre ignorante, el igual de un director de colegio».
Nuestros políticos siempre han buscado lo contrario: asegurarse un trato privilegiado, haciendo que las carreras de los magistrados dependan de sus decisiones y obligándoles a definirse políticamente para entrar en el juego de los premios y castigos. Si la estrategia no les ha salido bien del todo es porque la magnitud del saqueo de estos años lo hacía imposible y por la dignidad de magistrados dispuestos a sacrificar futuros ascensos por un concepto de la justicia más cercano al de Atticus que al de Mariano Rajoy.
DAVID JIMÉNEZ – EL MUNDO – 26/07/15