JAVIER ZARZALEJOS-EL CORREO

  • La votación de la reforma laboral anuncia los riesgos para un Gobierno apoyado en fuerzas que pronto se dispondrán a la batalla en la izquierda y el nacionalismo

Para desgracia colectiva, lo visto en el Congreso a propósito de la convalidación del decreto ley de la reforma laboral no es surrealista. El surrealismo remite a lo onírico, a la distorsión estética de la realidad para crear un mundo paralelo. No es el caso. Lo ocurrido el jueves es muy real y, por eso, es un motivo de preocupación seria que no admite la ridiculización banal del Parlamento. Lo del jueves no es un mundo paralelo, sino la realidad en la que se ha instalado la política española, que acumula anomalías que se preparan para pasar factura.

El Gobierno ha extremado la impostación de su euforia para cubrir las bochornosas circunstancias que rodearon la votación de la reforma laboral. Precisamente el esclarecimiento de esas circunstancias es imprescindible para que el Parlamento no salga de este episodio con una herida de credibilidad que puede tardar demasiado tiempo en curarse. Pero, con independencia del recorrido que tengan las impugnaciones que ha anunciado el Partido Popular y que apuntan al dudoso papel jugado por la presidenta Meritxell Batet, lo cierto es que el Gobierno sirvió en el Congreso una mezcla indigesta de fracaso político y fraude electoral.

Fracaso político porque la mayoría de la investidura quebró y, aunque se trate de una quiebra temporal, la huella de esta ruptura permanecerá visible en las relaciones entre los socios que apoyan a Pedro Sánchez. Fraude electoral porque, después de años con la monserga de la derogación «íntegra» de la reforma laboral de Rajoy, los arrebatos izquierdistas se han visto atemperados por las exigencias razonables de la Unión Europea y del propio imperativo del diálogo social. Va a ser un espectáculo ver a Sánchez en la próxima campaña electoral lanzar sus nuevos compromisos que, a falta de fe, la audiencia tendrá que tomarse con buen humor por aquello de las bromas.

Victoria pírrica, o llámese como se quiera, resulta que la norma más importante de la legislatura según el propio Gobierno se ha aprobado después de una caótica ‘no negociación’, mediante un decreto ley que no se tramitará como proyecto de ley, con mayoría de un solo escaño proporcionada por el error de un diputado del PP en una votación que queda pendiente de la impugnación ante el Tribunal Constitucional.

Unos días antes, el Gobierno ‘pegaba’ el decreto sobre uso de mascarillas, rechazado por amplia mayoría, al de actualización de pensiones para evitar una derrota segura en el Congreso. Con motivo de la pandemia, los dos estados de alarma decretados han sido declarados inconstitucionales porque no podían amparar las suspensiones de derechos impuestas, ni la cogobernanza según la interpretación gubernamental ni la cancelación del control parlamentario. El abuso del decreto ley se ha vuelto una compulsión patológica.

En estas semanas, el conflicto en la frontera ruso-ucraniana no ha merecido la comparecencia del presidente del Gobierno a pesar de tratarse de un momento crítico (Borrell) y del mayor despliegue militar ruso desde la Guerra Fría (Stoltenberg) con fuerzas españolas de combate desplegadas en el marco de las operaciones de la OTAN. El desprecio al Parlamento ha alcanzado con este Gobierno niveles máximos, por mucho que quiera vender parlamentarismo al peso con estadísticas de comparecencias, preguntas y controles.

Desde el desprecio al Parlamento y lo que significa, Sánchez busca la adhesión, no el acuerdo, y responde con exigencias intolerantes de apoyo sin preguntas a las demandas de negociación de la oposición en los asuntos esenciales para nuestro país en esta precisa coyuntura. Mientras los agentes sociales cumplían con su responsabilidad, al margen de cómo se valore el resultado de la negociación, el Gobierno predicaba las bondades del consenso, pero solo en los demás, nada del consenso político que sigue prácticamente inédito. Un Gobierno que todo lo que hace resulta ‘histórico’, que todos los días reinventa la rueda para asombro planetario, que hace cosas «chulísimas» que nadie antes se había atrevido ni siquiera a imaginar y que consigue que brote dinero para todos con solo publicar una ley (es decir, decreto ley) en el Boletín Oficial del Estado no necesita de los acuerdos con la oposición que, por el simple hecho de serlo, ya resulta para Sánchez antipatriótica y prescindible.

La votación del jueves permite atisbar los límites y los riesgos de esta situación para un Gobierno apoyado de mala manera sobre una agrupación disfuncional de fuerzas extractivas, carentes de visión de Estado, con notables tragaderas, es cierto, pero que a medida que se acerque el horizonte electoral tendrán que marcar su propio perfil y disponerse a la batalla en la izquierda y el nacionalismo con más energía ahora que Sánchez sueña con António Costa.