Leído en frío, el mensaje que ha enviado Carles Puigdemont a la democracia española es hoy infinitamente más demoledor de lo que lo fuera el jueves, cuando erigió una peineta insultante contra el Estado. Que nadie se equivoque. Su dedo corazón no fue levantado contra el PSC de Salvador Illa ni contra la investidura postiza que Pedro Sánchez se ha sacado de las vísceras y de un daño colectivo infligido al resto de autonomías españolas y logrado a la búlgara en la Ejecutiva Federal del PSOE. Su dedo no fue levantado contra ERC ni como la enésima señal de desprecio que Puigdemont siempre sintió por Oriol Junqueras y por todo aquello que representase un independentismo paleto, de izquierdas, de segunda clase, obrero y sin seny. Tampoco fue levantado contra Pedro Sánchez. Ni contra el Tribunal Supremo. Ni era una señal de desconfianza contra el ‘habeas corpus’ que de un modo u otro le habría conseguido en menos de un mes el siempre solícito Conde-Pumpido.
Fue sencillamente una peineta a nuestra democracia, a un modo de vida, a un sistema que, en su ingenuidad, cree que, en efecto, el delincuente siempre es castigado, antes o después. No es original sostener dos días después que Puigdemont se está riendo de todo y de todos. Probablemente nunca tuvo la más mínima confianza en que realmente Sánchez tuviese el peso y el poder suficiente para doblegar al Tribunal Supremo, y menos aún para ser amnistiado después de una intentona golpista. A las pruebas conviene remitirse. Puigdemont no es un prófugo, ni un líder independentista, ni un exiliado. Ha resultado ser un tipo capaz de cachondearse de la democracia como un sistema imperfecto de poder al que resulta fácil burlar si uno se lo propone. Por eso conviene extraer cinco lecciones resignadas que solo conducen a la impotencia.
Primera. Será difícil convencer a un evasor fiscal que lo que hace está mal, que va a ser perseguido y que el peso del Estado caerá sobre su delito, su incivismo y su insolidaridad. Será difícil convencer a un conductor de que no sobrepase el límite de velocidad o no se salte un semáforo. Tras Puigdemont, el Estado carece de poder coercitivo, ejemplarizante y sancionador. Será difícil no contemplarlo como una broma en sí mismo, como un agujero negro insondable o como la incompetencia hecha institución. ¿Pudieron detener a Puigdemont? Sí. ¿Se hizo? No. No hay más preguntas, señoría. Puigdemont es una caja de resonancia para todo aquel que quiera estafar al Estado y, además, sentirse legitimado para hacerlo, porque el Estado, en su ridícula indolencia, transigirá de pura torpeza y de indolencia manifiesta.
Tras Puigdemont, el Estado carece de poder coercitivo, ejemplarizante y sancionador. Será difícil no contemplarlo como una broma en sí mismo, como un agujero negro insondable o como la incompetencia hecha institución
Segunda. Las tres afirmaciones de Pedro Sánchez en su mensaje tras conocer la segunda fuga de Puigdemont, ante las propias narices del Consejo de Ministros, ante el Ministerio del Interior, ante la Delegación de Gobierno en Cataluña, ante el Ayuntamiento de Barcelona y ante los demás mártires de un engaño digno de Houdini, son impropias de un presidente del Gobierno con un mínimo depósito de dignidad. «Puigdemont es un prófugo de la Justicia», dice textualmente Sánchez. Bien. Su alianza gubernamental y parlamentaria lo es, pues, con un prófugo de la Justicia al que el PSOE ha agasajado en su huida. Prófugo, por cierto, al que se comprometió a detener. «Trabajaremos -añadió Sánchez- para que el sistema judicial español, con todas sus garantías, pueda juzgarlo con imparcialidad (sic)». ¿Duda tanto el presidente que el sistema judicial español juzga con imparcialidad? ¿Es necesario reseñarlo, insinuando precisamente lo contrario? ¿Sigue victimizando a un golfo que se retuerce de risa en su propia cara? «La Fiscalía cuenta con el respaldo del Gobierno en defensa de la Ley y del interés general», concluye Sánchez. Lo cual es extraño, en la medida en que horas antes de la delirante nueva obra de teatro de Puigdemont, el Gobierno había forzado a la teniente fiscal del Tribunal Supremo y número dos de la Fiscalía a interrumpir sus vacaciones para solicitar formalmente que no se detuviera a Puigdemont si regresaba a suelo español porque era merecedor de la amnistía. No, no es un sarcasmo. Es la calidad de nuestra democracia. Años atrás, durante el Gobierno de Rodríguez Zapatero, Arnaldo Otegi fue detenido en mitad de aquella negociación que el PSOE dio en llamar “proceso de paz”. Entonces, Otegi preguntó aquello de «¿esto lo sabe Pumpido?», por entonces fiscal general del Estado. Lo supiera o no, a Puigdemont no le ha hecho falta ni siquiera la oportunidad de plantearlo. Las tres afirmaciones de Sánchez son sencillamente el retrato de la España que está fabricando. La de la concordia. La de la convivencia. La del progreso. La de Puigdemont y su peineta. La de la mofa a la legalidad. Y sin principio de legalidad, una democracia deja de serlo.
¿Duda tanto el presidente que el sistema judicial español juzga con imparcialidad? ¿Es necesario reseñarlo, insinuando precisamente lo contrario?
Tercera. Que nadie se sienta estafado por Puigdemont. Sólo ha vuelto a hacer lo que lleva siete años haciendo, con maestría, sin mentir, amparándose en normas desfasadas y mercadeando con su delincuencia, poniendo sus escaños al servicio del mejor postor y pagador. Puigdemont es un mercenario y nadie que no sea un temerario podrá exigirle siquiera un criterio básico de ética pública porque carece de ella. Si alguien quiere sentirse estafado, que culpe a quien dijo que lo detendría, lo traería a España y lo pondría a disposición judicial. Porque lo suyo era una «rebelión de libro». La hemeroteca está repleta de ‘sanchadas’ de este tipo, y dedicar más líneas a retratar a un embustero profesional resulta ya cansino. Siéntase estafado por quien cobra un sueldo del Ministerio del Interior para hacer dejación de funciones. O por todos aquellos palmeros que llevan años victimizando a quien sencillamente no lo merece, y que permanecen arrodillados hocicando con su propia indignidad política apretando el botón verde de su escaño porque lo mandan «y viene de arriba».
Cuarta. A partir de ahora, ¿con qué argumento podrá España exigir a Bélgica, Francia, Alemania o Suiza que entreguen a delincuentes, si cuando pisan suelo español en lugar de detenerlos se les pone un estrado con licencia municipal, un atril y una escolta? ¿Si cuando están en disposición de ser capturados, se elude hacerlo con el peregrino argumento de que podrían producirse altercados? Un Estado deja de serlo cuando decide ridiculizarse a sí mismo con argumentos infantiles, más propios de una burla al ciudadano que de un operativo policial profesional.
A partir de ahora, ¿con qué argumento podrá España exigir a Bélgica, Francia, Alemania o Suiza que entreguen a delincuentes, si cuando pisan suelo español en lugar de detenerlos se les pone un estrado con licencia municipal, un atril y una escolta?
Quinta. Illa, el pragmático, el serio, el grisáceo listo, ha sido investido sobre las ruinas de una democracia que ni siquiera es capaz de sentir vergüenza de sí misma. Pero Illa ni siente ni padece. Estos días, su inexpresividad gestual recordaba a la de aquel ministro de Sanidad de la pandemia que se sentía cómodo al frente de su inexistente comité de expertos. Fernando Simón, las caras de acelga, las cifras de muertos dictadas como una letanía insensible… Su investidura ha sido esto mismo. Un recuerdo de cómo la verdad, la decencia de lo público y la honestidad del servicio a los demás decaen en virtud de un único criterio: el ejercicio del poder a costa aún de la lógica más burda. Illa es cómplice de ERC, ERC es cooperador necesario de Junts, y Puigdemont es la palmera de ese oasis del tres por ciento, o del quince, o de lo que sea, que se ha propuesto que el de España sea un Estado sometido a conciencia por su propia insolvencia. Illa nos hablará de concordia, de convivencia… pero su ecosistema es el mismo de esos iconoclastas del patriotismo que se burlan de ti envueltos en la bandera plurinacional de una estafa piramidal contra la democracia.
Post Data. Puigdemont condenará la legislatura de Sánchez. O no. Ya es lo de menos. Lo relevante es el cambio de paradigma en España, que pasa por la justificación, condescendencia y hasta admiración por la corrupción. No hay ‘normalización’ ni ninguna otra monserga. Ha ocurrido con los corruptos de los ERE fraudulentos de Andalucía. Ocurre con Puigdemont. Y ocurre en el mismo entorno directo del presidente del Gobierno. Puigdemont se ha limitado a poner en evidencia a una España sin pulso, en estado comatoso, de encefalograma plano. No se trata de una crisis política o social, sino de una profunda crisis de moral colectiva. Y si alguien seguía pensando hasta el jueves que España era una democracia sólida, hoy tiene motivos sobrados para despertar de su marasmo. Quizás, porque es posible, solo posible, que España sea el hazmerreír de Europa durante mucho tiempo. Quizás porque hace tiempo que Sánchez no merece ni el beneficio de la duda. Y ese es el drama. Que la obsesión identitaria por el poder se sobrepone a cualquier otra exigencia de un Estado tan débil, tan descreído de sí mismo y tan despectivo hacia su ciudadanía, que está dejando de ser Estado sin siquiera enterarse del calado de su metástasis.