Ignacio Varela-El Confidencial
En algún momento tendrá que iniciarse un proceso serio de negociación para encauzar el conflicto de Cataluña. Pero la reunión en la Moncloa no es el instrumento adecuado para ello
En algún momento tendrá que iniciarse un proceso serio de negociación para encauzar el conflicto de Cataluña. Pero ni este es el momento ni es la reunión que este miércoles se celebra en la Moncloa el instrumento adecuado para ello. Y todos los que participan en ella lo saben.
Este miércoles no se escenificará, como pretende la retórica independentista, el principio de una negociación entre el Estado español y Cataluña. Primero, porque Cataluña sigue siendo una parte de España y la Generalitat un órgano del Estado español. Y aún más importante, porque ni la delegación gubernamental que encabezará Pedro Sánchez representa políticamente a España (ni siquiera al Estado) ni el tropel secesionista que trae Torra representa a Cataluña (ni siquiera a todo el nacionalismo).
Para que alguien pueda hablar en nombre de España tiene que contar con las principales fuerzas políticas del Parlamento, con el resto de las comunidades autónomas y con las instituciones del Estado. Nada de eso ha intentado Sánchez antes de pactar una mesa cuyo único objeto es dar cobertura política al respaldo de ERC a su investidura y a sus primeros Presupuestos.
Quien pretenda negociar en nombre de Cataluña primero debe entender y aceptar que Cataluña y el nacionalismo catalán no son la misma cosa. Ha de existir un liderazgo del que Torra carece por completo. Y tiene que concebirse un desenlace que no consista simplemente en acordar la forma en que Cataluña se separa de España. La autodenominada ‘parte catalana’ de la mesa no cumple ninguna de esas condiciones.
Tampoco puede decirse con propiedad que sea una mesa de gobiernos. Tal cosa requiere un sostén normativo que nadie le ha dado. Dieciséis personas pueden reunirse cuando quieran para hablar de lo que deseen, pero en el mundo del derecho positivo todo órgano y todo acto de gobierno tiene que estar regulado. Nada de lo que allí se acuerde puede tener fuerza de obligar a los gobiernos, porque su base jurídica es inexistente. Eso también lo saben, precisamente por ello lo han hecho así.
Hoy se reúnen simplemente los dos partidos de la izquierda española —escoltados por sus respectivas confluencias— con una amalgama informe de independentistas catalanes, más ocupados de zancadillearse entre sí que de ninguna otra cosa. La composición de las delegaciones lo delata todo.
Sánchez, al menos, ha cumplido la formalidad de designar a miembros del Gobierno. Pero es evidente que Iglesias y Castells no están ahí por la agenda 2030 o por la problemática universitaria. Uno es el líder de Podemos y el otro representa al partido de Colau en el Consejo de Ministros. Allí estarán también los secretarios de Organización del PSOE y del PSC (nada que ver con el fomento ni con la sanidad). Y puede anticiparse sin riesgo que no se espera de la ministra de Política Territorial un papel protagonista —ni siquiera un papel— en un evento en el que la han incluido por puro decoro.
Por la parte nacionalista, solo cuatro miembros del fantasmagórico Govern. Uno de ellos, por supuesto, el de Exteriores, que se note el detalle provocador. En realidad, hay cuatro delegados políticos de Junqueras, tres de Puigdemont y el orate Torra, que apura sus últimos días en el cargo que le prestaron. Entre ellos, todos contra todos: cada reunión de la mesa será más un acto de precampaña electoral —y de lucha orgánica dentro de sus partidos— que una sesión de eso que Sánchez ha bautizado con el relamido nombre de ‘el reencuentro’, que parece más adecuado para un culebrón mexicano que para una negociación política.
El escollo de fondo sigue estando en el mismo punto que antes de las elecciones. El actual Gobierno no está en condiciones de garantizar ni siquiera lo que él mismo ofrece, y mucho menos lo que le reclaman desde el otro lado. Su tope legal sería la propuesta de un nuevo Estatuto, que tendría que sacar a pelo en el Parlamento con su mayoría Frankenstein y toda la oposición en contra y que, además, debería pasar el escrutinio del Tribunal Constitucional. Todo lo que vaya más allá se adentraría necesariamente en el terreno de la reforma de la Constitución, en el que no puede avanzarse ni un milímetro sin la colaboración de las fuerzas políticas excluidas de esa mesa.
Pero lo máximo que puede ofrecer el Gobierno no se aproxima ni de lejos al límite mínimo de la exigencia independentista. Más allá de sus batallas domésticas, todas las fuerzas secesionistas coinciden en dar por definitivamente clausurado el periodo autonómico para Cataluña. Unos (los de Puigdemont) aprietan para hacer la secesión a empujones y otros (los de Junqueras) apuestan por consumarla a cámara lenta, pero nadie en esa galaxia contempla que Cataluña vuelva a ser una comunidad autónoma de España dentro de esta Constitución.
Si por uno y otro lado hubiera voluntad real de iniciar una negociación seria hacia lo que llaman “una solución pactada con el Estado”, los independentistas deberían reclamar una concertación previa entre los partidos españoles y la presencia del centro derecha en la mesa. Y por el otro lado, debería alentarse un liderazgo claro y un mínimo entendimiento entre los nacionalistas (ese fue, por cierto, el modelo que en el Ulster permitió llegar a los Acuerdos del Viernes Santo). De esa manera, al menos todos tendrían la certeza de que los acuerdos a que se llegara serían quizá limitados, pero plenamente efectivos.
Sin embargo, juegan a lo contrario. Los nacionalistas, a mantener incomunicada a la izquierda con la derecha española para seguir teniendo a Sánchez agarrado por el cuello. Y el PSOE y Podemos, a jalear la pelea entre independentistas, a ver si en 2020 les toca la lotería de consolidar un tripartito en España, en Cataluña, en el País Vasco y en Galicia.
Hoy será la traca inicial, deslumbrantemente estéril. Luego, previsiblemente, se retirarán Sánchez e Iglesias por un lado y Torra y Aragonès por el otro: y quedará de retén Calvo reuniendo lánguidamente a su pequeño batallón de ministros con seis independentistas peleados entre sí, haciendo tiempo hasta que las elecciones anticipadas aclaren al menos quién manda en Cataluña. De momento, se trata tan solo de mantener abierto el chiringuito para justificar el apoyo de Esquerra a los Presupuestos.
Y si por el camino hay algo importante que resolver, no será en la mesa-montonera donde se tratará, sino en el teléfono rojo que comunica la Moncloa con Lledoners. Todos lo saben.