JUAN CARLOS GIRAUTA-EL DEBATE
  • Tras vivir un golpe de Estado que tantos amigos de infancia apoyaron, mientras rompía amistades de décadas o me largaba a mitad de cena de casas particulares, solo una institución estuvo en su sitio: la Corona

El Rey nos dijo que no estábamos solos. Fueron las únicas palabras reconfortantes salidas del Estado. Las únicas adecuadas a aquellos días amargos. El ministro del Interior, Zoido, acertó plenamente cuando nos comunicó a algunos catalanes que necesitábamos escolta inmediatamente. Estábamos a mediados de septiembre. Yo había tenido infinidad de cruces verbales agrios en todas las cadenas y emisoras de Cataluña, pero nunca había temido por mi integridad física. Zoido tenía razón: la protección policial llegó justo en el momento en que un número considerable de conciudadanos nacionalistas (ya todos separatistas) decidieron que algunos no teníamos derecho a circular tranquilamente por la calle sin ser insultados, sin provocaciones, sin intentos de agresión.

Vertí, durante mi última intervención en el Congreso, todo el desprecio que sentía hacia los políticos separatistas que habían provocado tantos problemas personales, convivenciales, y anuncié que me hacía toledano porque ya no soportaba la atmósfera irrespirable de Barcelona. Peor era, por cierto, la de los pueblos. Toledo acarició mi alma desde el primer día. Lamenté haber perdido tanto tiempo y tantas energías en una ciudad que había sido el paraíso a mis diecisiete años y que era ya un infierno monotemático a esas alturas de mi vida. Entiendo el infierno como una comunidad hipócrita y aviesa con un único tema de conversación, por lo demás insignificante. Recobré la paz de espíritu suficiente para contemplar con distancia de entomólogo —ahora que he participado en un debate de TV3– a siniestros personajes que siguen en la misma estúpida espiral que mareó mi pasado.

Tras vivir un golpe de Estado que tantos amigos de infancia apoyaron, mientras rompía amistades de décadas o me largaba a mitad de cena de casas particulares, solo una institución estuvo en su sitio: la Corona. El Rey dijo el día tres de octubre del 17 (dos días después de aquel referéndum ilegal que según el Gobierno del PP nunca se iba a celebrar) exactamente lo que debía decir. Nada sobró y nada faltó. No hubo una sola concesión al apaciguamiento, ni un equívoco que La Vanguardia pudiera usar para seguir torciendo la verdad. Al diario de Godó le habría bastado una frase, una palabra en catalán, para encontrar «un guiño a Cataluña». Cataluña es como ellos llaman al nacionalismo. Como si la lengua catalana no fuera también mía, y de Alejo Vidal-Quadras, y de Arcadi Espada, y de Salvador Sostres, y de Carlos Herrera. El Rey, desoyendo los consejos de los envenenadores de guardia, no usó ni en una sola ocasión la lengua que nos han arrebatado para convertirla en herramienta política. Nadie iba a tergiversarle. Y nos dijo que no estábamos solos. Pero la verdad es la verdad: ahora sí que están solos los españoles de Cataluña que se quedaron allí. Entonces, ¿qué? Pues que con un Gobierno en pleno autogolpe, el Rey no tiene margen de maniobra. Con el Estado tomado, nos toca a nosotros enviar el mensaje y honrarlo: no estáis solos. Y vuestra Majestad tampoco está solo.