Hoy, como ayer, el problema es definir los límites de descentralización que puede soportar la idea de España. Los líderes que hagan frente al polvorín móvil de Ibarreche deben reafirmar ciertas convicciones: no basta con envolverse superficialmente en artículos de la Constitución; es vital apostar por una razón crítica y resistente contra la nacionalidad entendida como religión.
Ya estamos otra vez con preocupaciones y advertencias por culpa de los fantasmas del museo. Más promesas de incumplimiento de las reglas constitucionales, más chantajes secesionistas. Parece una escena más propia del Desastre de 1898 que de 2007. Y lo que es peor todavía, la voz de los Ibarreche, que exige ser acatada como los decretos de Lenin, vuelve a convertirse en algo agobiante, paralizador, una voz que amenaza con no acabar nunca y con institucionalizar el principio según el cual la razón, y todo lo que arrastra, no emana de las personas sino de los territorios.
Vivimos tiempos de revuelta. Tiempos de histriones. Y no me refiero a los autos de fe contra la monarquía, a donde van a refugiarse las mentes débiles, los aburridos de la vida, los desheredados de la utopía que aún quieren creer en algo después de Fidel Castro, los jóvenes nacionalistas que tal vez ignoran que con sus antorchas reproducen escalofríos de un pasado que imaginábamos borrado. ¿O no era más que una ilusión?
Hablo del extremismo nacionalista, que ya existía, pero que ahora crece como un Nilo desbordado. Hablo de la rebelión de los particularismos, que exigen volver a la Europa del ingenuo Wilson, un regreso al determinismo tribal del mito, sea éste la Cataluña eterna o la Euskal Herria milenaria. Como ayer, pero más fortalecido, a lo que hoy asistimos es al orgullo de unos dirigentes nacionalistas que se valen de un cargo del Estado como de un instrumento para deshacerlo, que han creado una suerte de ilusión jurídica en virtud de la cual exculparse a sí mismos de sus atropellos y hacer de la causa por la que luchan y de los medios que emplean para que triunfe una cuestión de lealtad, de honor.
¡Pero no hay que tomárselo al pie de la letra!, dicen en público quienes sólo aprecian en el PNV, CIU o ERC profesiones de fe democrática y pluralista. Y lo repiten aquellos que saludan la perpetua cesión política para cambiar el modelo constitucional como si fuese un acto progresista. ¿Realmente son ciegos, no quieren ver lo que se ve, piensan sólo en el poder por el poder o es que también han empezado a moverse en un país completamente imaginario?
Porque el proyecto de Ibarreche no admite el menor halo de ambigüedad. No existe fantasía de novelista capaz de introducir la menor sombra de duda en sus palabras. Con su memoria histórica de ¡siete mil años!, Ibarreche ha dicho que el pueblo vasco inicia un camino sin retorno y que él hará la consulta se quiera o no en Moncloa. Ya no importa – ni siquiera en la letra – que ETA siga prometiendo sus caricias de metralla. No importa que el pueblo histórico al que se recurre para justificar una ilegalidad sea parte de un mito compartido sólo por una parte de la sociedad vasca. Ni siquiera importa menospreciar a los ciudadanos del resto de España, a los que se niega el derecho a opinar. Pues como ha puesto de manifiesto el lehendakari en su reciente visita a Moncloa, el pacto de Estado entre Euskadi y España debe ser alcanzado, exclusivamente, entre él y el presidente Zapatero.
Tampoco dan cobijo a la duda las palabras de Artur Mas, que ha propuesto redactar una ley de consultas populares que se utilizarían en el caso de que el Tribunal Constitucional modifique sustancialmente el Estatuto. Porque tal y como Pujol ya había proclamado en la Diada, “no es Cataluña la que se tiene que adaptar a la Constitución, sino que es la Constitución la que tiene que adaptarse a Cataluña, y respetarla.”
Todo miente en el nacionalismo. Hasta el pasado. Todo resulta falso, menos los objetivos. Lejanas auroras que establecen la sobre-identificación con el pueblo oprimido y hablan el lenguaje de una resurrección.
Cuando le preguntaron al Nobel polaco, Czeslaw Milosz, qué pensaba que había podido aprender la gente tras los años vividos bajo el comunismo, respondió: “la resistencia frente a las estupideces” ¿Y los españoles, después de una dictadura, una transición y una democracia, hemos adquirido la capacidad de resistencia frente a ciertos tipos de estupidez? Porque si bien Ibarreche – como le contestó Zapatero antes del encuentro en Moncloa – se ha equivocado de país, de lo que no se ha equivocado es de tiempo ni de un presidente de Gobierno que si por algo se ha caracterizado hasta ahora ha sido por sus excesivas concesiones a los nacionalismos, por apoyarse en grupos que no creen en España, por ser el hombre de la improvisación y de los discursos fáciles, por no expresar nada con claridad y eludir las decisiones difíciles, que parecen definirse siempre sobre la marcha, bajo el dictado de negociaciones apresuradas – como el Estatuto de Cataluña –, o de acontecimientos externos – como la ruptura definitiva del mal llamado proceso de paz.
Europa, por otra parte, esa Europa orgullosa de su ciudadanía comunitaria de la que ha hablado Zapatero para subrayar el anacronismo de Ibarreche, tampoco puede considerarse un refugio contra el peligro real de los nacionalismos. Si hoy lo ignoran los políticos y gobernantes, los hombres y mujeres de la antigua Yugoslavia pueden recordárnoslo enseguida. Pueden recordarnos que la naturaleza del nacionalismo no ha cambiado. Qué Europa es tan capaz de barbarie como lo era en el Holocausto. Pueden recordarnos que primero aparece el demagogo, que provoca el caos, y luego se presenta el fanático con su horca y sus verdugos. Que Bruselas, París, Londres o Berlín siguieron viviendo felizmente mientras la guerra volvía, prácticamente, cada verano, a los Balcanes. Y que, incluso después del final de la Guerra Fría, Europa no es capaz de gestionar los asuntos de su propio continente sin apelar a Estados Unidos.
Por supuesto, España no es la antigua Yugoslavia. Cualquier comparación resulta grotesca. El nacionalismo y el consumado demagogo, sin embargo, están ahí, y no se puede decir que no hayan puesto en danza los viejos temores de secesión ni que no repitan, a menudo y con fruición, que los opresores españoles son los culpables de todos sus problemas o que estarían mucho mejor si se gobernasen por sí mismos.
La Historia ha demostrado que está llena de sorpresas, y que a nadie le sorprenden tanto como a sus protagonistas. Por ejemplo, en 1789 nadie pensaba en el Terror, en Termidor o en Napoleón. ¿Y quien de cuantos escribían sobre la Unión Soviética en los años ochenta intuyó su derrumbe?
La creencia popular de finales del siglo pasado sugería que la economía iba a ser la clave tanto en Europa occidental como en la antigua Europa del Este. Por el contrario, hemos podido comprobar la primacía de la política y la importancia de los liderazgos en los momentos excepcionales. Una gran parte de la responsabilidad de la unificación de Alemania pertenece a un hombre: Helmut Kohl. Y en sentido contrario, ocurrió lo mismo con Tudjman y Milosevic en el terrible fin de la antigua Yugoslavia.
El tiempo dirá si el visionario Ibarreche aspira a demasiado y si Zapatero sigue fiel a la retórica que dice una cosa y hace otra, dejando abierto el modelo territorial de Estado para que las minorías nacionalistas continúen en una demanda infinita a cuenta del cuento de los derechos históricos. Porque hoy el problema, aunque más agudizado, es el mismo que ayer: definir los límites de descentralización que puede soportar la idea de España. Y para ello es fundamental que los líderes que hagan frente al polvorín móvil de Ibarreche reafirmen ciertas convicciones y audacias del alma que esta última legislatura ha oscurecido. Para ello no basta envolverse superficialmente en los artículos de la Constitución. Para ello es vital la apuesta por una razón crítica y resistente contra la nacionalidad entendida como religión.
Fernando García de Cortázar, ABC, 20/10/2007