Editorial-EL ESPAÑOL

El Gobierno ha abierto la puerta a la posibilidad de que a la reforma de la sedición (en realidad su eliminación del Código Penal y posterior sustitución por el delito de «desórdenes públicos agravados») se sume también una reforma de la malversación que distinga entre aquellos funcionarios que se apropien de dinero público para enriquecerse personalmente y aquellos que lo hagan por cualquier otro motivo. En este último caso estarían, a priori, tanto los líderes del procés como José Antonio Griñán.

Por supuesto, la distinción es absurda. Desviar dinero público de sus fines legítimos (Sanidad, Educación, Fuerzas y Cuerpos de Seguridad) para dedicarlo a objetivos políticos ilegales no sólo es indistinguible moralmente del que roba para enriquecerse personalmente, sino que tampoco lo es en un sentido pragmático.

Porque Griñán malversó fondos públicos para beneficiarse políticamente de ello y los líderes del procés desviaron dinero público para alcanzar fines políticos que, como es obvio, habrían redundado en su provecho. Provecho político, personal y, evidentemente, también financiero. En este sentido, el dinero malversado no es más que una «inversión» con dinero ajeno que el político corrupto realiza para obtener una rentabilidad futura.

No existe, por tanto, esa diferencia que el Gobierno pretende hacer entre malversadores «intolerables» y malversadores «tolerables», aquellos que han robado con la excusa del amor a su «nación», al «partido» o para beneficio de unos «trabajadores» que, en el caso de Griñán, resultaban vivir en zonas donde el PSOE tenía más dificultades electorales.

La distinción entre lucro económico y lucro «social» sólo existe en la imaginación del Gobierno. Toda malversación persigue un beneficio personal y la configuración del lucro económico como intrínsecamente más grave que el lucro de otro tipo no sólo es falaz (todo lucro redunda, en última instancia, en beneficio del bolsillo del corrupto), sino también pura fantasmagoría.

Porque incluso en el caso de que no existiera un lucro personal directo o siquiera indirecto, ¿por qué la sed de poder debe ser considerada como una versión ética y legalmente menos grave de la sed de lucro económico? En última instancia, lo que está intentando vender el Gobierno es la idea de que Griñán y los líderes del procés fueron tan altruistas que robaron en beneficio de los ciudadanos, sin obtener nada a cambio.

Más allá de la difícilmente justificable distinción entre ambos «tipos» de malversación brilla la evidencia de que los dos beneficiarios inmediatos de esa reforma que abaratara la malversación serían un ex presidente autonómico del partido que hoy ocupa el Gobierno y sus más fieles socios parlamentarios.

Dicho de otra forma: resulta imposible esquivar la sospecha de que el Gobierno está, de nuevo, estirando el Código Penal como si fuera un chicle para obtener un evidente beneficio político.

Robar para el partido es robar. Robar para conseguir un beneficio político personal es robar. Robar para alcanzar fines de supuesto interés colectivo es robar. Y robar para lucrarse personalmente es robar.

Lo decía Narcís Serra en su reciente entrevista con EL ESPAÑOL: «Filesa fue un sistema que se montó en la sede del partido, en la calle Santa Engracia [Madrid], con constructores catalanes. Estos temas los suele hacer un grupo de personas convencidas de que si el dinero va todo al partido no hay pecado. Como si fuera legítimo, porque consideran prioritarios los intereses del partido«.

La despenalización de la sedición y su sustitución por un delito de nuevo cuño difícilmente encajable en los hechos de septiembre y octubre de 2017 en Cataluña es una decisión de extrema gravedad que arriesga la estabilidad presente y futura de la democracia. Abaratar la malversación para beneficiar a políticos corruptos sólo logrará desanudar el último cabo que une a los ciudadanos españoles con su Estado de derecho.

La impunidad no puede ser jamás política de Estado.