Ivan Igartua-El Correo

  • La fuerza de contención internacional de Macron y Starmer sería la única forma de hacer cumplir a Moscú futuros acuerdos de paz

Iván Igartua-El Correo

En la neolengua putiniana una agresión militar a otro país es siempre autodefensa, los pucherazos a plena luz del día son elecciones democráticas (y hasta limpias), la guerra equivale a la paz, y la política viene a ser la prolongación -o el sustituto provisional- de la guerra, que es en el fondo el único medio eficaz de alcanzar cualquier fin. Orwell y Klemperer combinados en una misma coctelera, esa que allana la difusión de un discurso mendaz entre una ciudadanía que, en circunstancias críticas como las actuales, puede sucumbir -y de hecho sucumbe- a la tentación de mirar hacia otro lado.

Ahora que en teoría se está buscando un alto el fuego, bien que transitorio, el derrotero que parecen estar tomando las conversaciones en Arabia Saudí dibuja un panorama poco esperanzador, en especial de cara al futuro de Ucrania y, por extensión, de la Europa liberal, a la que el país invadido y golpeado a diario por el ejército ruso está sirviendo heroicamente de parapeto frente al expansionismo de Moscú.

Sobre la mesa está el desmembramiento del territorio ucraniano, ya anunciado hace tiempo por los voceros del Kremlin (una vez que asumieron su incapacidad para doblegar al conjunto del país vecino), y también, por supuesto, la explotación -o bien expolio- de algunos de los recursos naturales más valiosos de Ucrania por parte de los EE UU de Trump, un presidente ávido por acelerar el retorno de los desembolsos efectuados allí. Todo, de momento, a la medida de Putin, que se siente como pez en el agua en este festín de depredadores geopolíticos, su entorno natural.

Ante las demandas de las otras partes negociadoras, el autócrata ruso se ha descolgado estos días con una propuesta que es un auténtico sarcasmo, salvo quizá en el marco mental de su neolengua. Sugiere que el Gobierno ucraniano pase a manos de una administración temporal bajo la tutela de la ONU y Estados Unidos, porque -sostiene- el de Zelenski es un Ejecutivo ilegítimo. No solivianta tanto el hecho de que lo diga quien ha amañado las elecciones rusas durante los últimos veinticinco años, aniquilando cualquier tipo de oposición real y manipulando sucesivamente los resultados, sino la aparente sinceridad con la que Putin cree en sus palabras, mezcla casi perfecta de cinismo y desvergüenza. La misma que le servirá para saltarse todo acuerdo que salga de la mesa de Riad, como ya se ha encargado de mostrar en el caso de los ataques a infraestructuras energéticas.

Volodímir Zelenski ha tenido que recuperarse entretanto de la humillación a la que lo sometieron Trump y Vance en la Casa Blanca, muestra pasmosa de cobardía y matonismo que debería sin duda pasar a la historia de la infamia en el campo diplomático. Al presidente ucraniano, elegido en comicios democráticos sin tacha y que prolonga su mandato de acuerdo con la Constitución, no le ha quedado más remedio que reconducir la relación con Washington, consciente como es de que no puede permitirse una retirada completa del apoyo estratégico y militar que los estadounidenses le han brindado hasta ahora.

Al coraje del presidente ucraniano, algo que Moscú nunca le perdonará, se une esta demostración de su inteligencia política, que ha dado otra vez como fruto el cierre de filas europeo en torno a la defensa de Ucrania (con la habitual salvedad de Hungría, cuyo Gobierno preside un infiltrado de Putin).

El plan para desplegar una fuerza de contención o disuasión internacional en territorio ucraniano, iniciativa de Macron y Starmer, es a ojos del Kremlin una amenaza y una provocación a partes iguales. Así lo denuncian sin pestañeo quienes han acogido en los últimos meses a miles de tropas norcoreanas a fin de recuperar territorio en la región rusa de Kursk y seguir presionando en la frontera con Ucrania. Después de tres años de trágico aprendizaje, ese plan no exento de riesgos está llamado a ser la única forma de hacer cumplir a Moscú los acuerdos de paz que se deriven de las negociaciones a tres bandas. Porque la praxis política de Putin ha logrado, entre otras cosas, que nadie se fíe ya de su palabra ni de sus compromisos, excepción hecha de sus aliados incondicionales y, en cuanto se desmelena, del propio Trump.

No hace tanto, a comienzos de 2022, Putin juraba y perjuraba, por ejemplo, que jamás invadiría Ucrania. Y dado que ahora trata de conseguir por otra vía algunos de los objetivos por los que desató la guerra, Rusia solo firmará un armisticio si se ve realmente forzada a ello. Luego se tendrá que verificar la tregua sobre el terreno, algo que, teniendo en cuenta los antecedentes, Ucrania no va a poder hacer sin ayuda.

En el tránsito de las declaraciones a los hechos que ha venido reclamando Starmer estas últimas semanas, la iniciativa disuasoria representa un paso en firme hacia un escenario de paz duradera en Ucrania, como garantía de su soberanía y dignidad, y también como afirmación de la defensa europea de la democracia, la seguridad y la libertad, valores que el irredentismo ruso ha puesto gravemente en riesgo.