Una semana después de las elecciones presidenciales en Venezuela, el régimen sigue negándose a hacer públicas las actas electorales que corroboren la supuesta victoria de Nicolás Maduro, tal y como ha exigido reiteradamente la oposición.
Esto ha llevado a una escalada de la tensión en el país, a la proliferación de más de quinientas protestas contra el dictador, seguidas por un recrudecimiento de la represión. A lo largo de estos días, las detenciones arbitrarias contra los manifestantes han dejado más de 1.000 encarcelados desprovistos de garantías procesales. Muchos venezolanos permanecen desaparecidos y son ya once los fallecidos.
La líder opositora María Corina Machado está sufriendo un hostigamiento por parte del chavismo que le ha forzado a pasar a la clandestinidad, al temer por su vida después de haber visto la sede de su equipo de campaña asaltada por paramilitares armados.
Ha reaparecido este sábado en la concentración que había convocado en Caracas, a la que se han sumado múltiples ciudades del resto del país, para «defender la voluntad del pueblo venezolano el pasado 28 de julio». La reacción de Maduro ha sido declarar un virtual estado de sitio en la capital.
El dictador ha llamado a una «movilización permanente», ha amenazado con impulsar una nueva revolución y, en un gesto característico de los sistemas autoritarios, ha retratado a los opositores, en su gran mayoría pacíficos, como terroristas peligrosos.
En este contexto, podría imponerse el derrotismo, ante la desalentadora evidencia de que unos comicios esperanzadores no han servido para desalojar al chavismo del poder.
Pero una serie de factores diferenciales permite sostener que no se trata de la enésima repetición de la historia en un país aparentemente condenado a la opresión. Y que el antichavismo, en un cierto sentido, ya ha ganado.
En primer lugar, rara vez se había visto un amaño de las elecciones tan clamoroso en Hispanoamérica. Los sondeos a pie de urna y todas las encuestas preelectorales daban una ventaja abrumadora al opositor Edmundo González, que no se corresponde con la victoria de Maduro con el 51,95% de los votos ratificada por el Consejo Nacional Electoral.
En esta ocasión, la oposición tiene pruebas fehacientes, gracias al 80% de actas que han conseguido reunir en su recuento alternativo, de que ganó las elecciones con el 70% de las papeletas.
El chavismo ha mantenido la celebración de elecciones fraudulentas porque le revestían de una mínima apariencia de legitimidad. Pero toda vez que puede atestiguarse que fabricó el 40% de sus votos (y para ello es importante que la oposición siga recabando actas), Maduro no puede esgrimir ya ni siquiera un mandato de las urnas mínimamente creíble.
Que un régimen de fundamento populista incurra en un rechazo tan flagrante de la voluntad popular sólo contribuirá a que su arraigo social siga debilitándose, mientras la oposición se encuentra más fuerte que nunca.
Tras haber llevado a la economía venezolana al borde del colapso y la restricción de las libertades civiles al máximo, la popularidad de Maduro se encuentra en mínimos históricos no sólo en su propio país. También entre sus tradicionales aliados en las izquierdas latinoamericanas, que esta vez le han dado la espalda.
Los líderes de Colombia, Chile, México y Brasil, además de estudiar un plan para forzar una negociación entre Maduro y González Urrutia, se han negado a aceptar el resultado de los comicios sin la publicación de los datos. Estados Unidos, por su parte, ha reconocido a González como ganador de las elecciones.
La ONU se ha comprometido a extremar la vigilancia sobre el país. Y Panamá, Costa Rica, Guatemala, Argentina, Paraguay, Perú y República Dominicana difundieron un comunicado este martes exigiendo a Maduro una revisión completa de los resultados.
El acompañamiento de la oposición venezolana por la comunidad internacional seguirá siendo fundamental, ante la dificultad de competir en un juego político que tiene al árbitro comprado. Es también imprescindible que la oposición se mantenga unida, y que continúe presionando sin dar lugar a que se desate la violencia.
Es cierto que el precedente de Juan Guaidó, que obtuvo el reconocimiento de múltiples países como presidente encargado de Venezuela en 2019 sin que esta legitimación internacional se tradujese en resultados tangibles, no resulta prometedor.
Pero abundan en la historia los casos de autócratas que, tras la denuncia de su amaño electoral, fueron forzados a salir del poder, como fue el caso de Víktor Yanukóvich en Ucrania en 2004 o el de Evo Morales en Bolivia en 2019. En la propia Venezuela existe un precedente, cuando el dictador Marcos Pérez Jiménez se vio obligado a exiliarse en 1958.
También las tiranías, por afianzadas que parezcan, son reversibles. Y sigue abierta la ventana de oportunidad para que Venezuela regrese a la senda de la democracia, el Estado de derecho y la economía de mercado.