Kepa Aulestia, EL CORREO, 28/4/12
Ningún principio constitucional impide que, dentro de sus competencias, cada autonomía administre sus recursos con arreglo a lo que
considere socialmente rentable
El anuncio sin fin de sucesivos recortes, imputando a las autonomías la desviación respecto a las previsiones de déficit, suscitó desde un principio la preocupación de que nos encontrásemos ante un proceso, pretendido o factual, de «recentralización» del Estado; inquietud que fue a más cuando el Gobierno se arrogó la facultad de intervenir aquellas comunidades que no cumplan con sus obligaciones de equilibrio presupuestario. El desarrollo autonómico del Estado constitucional parecía hasta hace poco irreversible, de modo que una eventual marcha atrás hubiese significado poco menos que una involución democrática. Casi nadie discutía su contribución al bienestar y a la equiparación entre territorios. Sin embargo, la crisis fiscal ha aflorado prejuicios y sembrado dudas sobre su pertinencia futura mientras que pasan desapercibidos los gastos de mantenimiento de la Administración central.
Claro que la reversibilidad del proceso autonómico tiene que ver con el retraimiento de las élites políticas que han gobernado las autonomías, incapaces de explicar lo que han hecho con el erario, pero también con el incremento de una cierta añoranza, de una fuerza centrípeta y jacobina, que identifica el ‘gobierno desde Madrid’ como sinónimo de racionalidad y eficiencia. Vistas las limitaciones presupuestarias no puede descartarse que haya dirigentes autonómicos que, siguiendo la sugerencia de Esperanza Aguirre, tiendan a renunciar a aquellas competencias que, lejos de fortalecer su capacidad de influencia política, la están hipotecando. Como no puede descartarse que se subraye así una línea divisoria que ha ido larvándose durante años: la que separaría a las comunidades verdaderamente autónomas de las comunidades intervenidas de hecho o en riesgo de serlo por derecho.
El Gobierno de Rajoy está enviando un mensaje equívoco porque, dependiendo del ministerio que se trate, parece a veces que concede un margen de discrecionalidad a las autonomías sostenibles, mientras que en otras ocasiones tiende a fijar no un mínimo sino un máximo de servicios y coberturas obligatorio para todas las comunidades y ayuntamientos. Los deberes de consolidación fiscal exigen que las cuentas cuadren. El Estado, en cuanto central, puede y debe establecer un catálogo de mínimos en servicios y prestaciones para que ningún ciudadano español quede por debajo de ese umbral debido a que esté censado en una localidad o en una comunidad con problemas financieros. Pero el Gobierno tendría difícil encontrar un principio constitucional para impedir que, dentro de la disciplina presupuestaria y de los objetivos de consolidación fijados, cada institución administre sus recursos con arreglo a sus competencias de la manera que considere más justa y socialmente rentable. A no ser que Rajoy esté deliberadamente presto a aprovechar la austeridad, no ya para impedir que las autonomías se conviertan en algo sustantivo del Estado, sino para rebajar el adjetivo autonómico del mismo.
El PSE-EE y el PNV han coincidido en la necesidad de reivindicar el autogobierno vasco de manera que en Euskadi se minimicen los recortes que van acumulando las reuniones del Consejo de Ministros. El clima ya pre-electoral desluce la relevancia del empeño, por ahora limitado a la tramitación de sendas proposiciones parlamentarias. Por eso mismo su credibilidad dependerá de la disposición unitaria y del rigor jurídico con el que ambas formaciones traten de levantar el muro de contención autonómico. Porque si el PP queda excluido de la construcción de ese muro –y eso es algo que mostrará la literalidad de la proposición que resulte– y las desavenencias con el Gobierno central generan el más mínimo litigio ante los tribunales, será verdad que los socialistas han optado por el adelanto electoral con el autogobierno como una bandera de izquierdas.
La excitación del momento contribuye a que se instale una idea falsa, engreída, sobre la situación por la que atraviesa la «patria de los vascos». Los catalanes –y no solo los nacionalistas– llevan razón cuando dicen que aportan más al Estado de lo que reciben a cambio. Los vascos deberíamos reconocer algún día que nos pasa casi lo contrario: que el resto de España nos compensa de sobra lo que aportamos vía Cupo. El dato que ofrecía José Luis Galende el pasado lunes, señalando que en el conjunto del sistema de la Seguridad Social hay 2,03 afiliados por cada pensionista, y solo 1,87 en el País Vasco, lo que en 2010 condujo a un déficit entre cotizaciones y pensiones en Euskadi de más de 800 millones de euros, debería rebajar la euforia, especialmente cuando el desempleo se aproxima al 14%. Súmesele a eso las inversiones que los Presupuestos Generales contemplan año tras año para admitir que la defensa del autogobierno frente a la «recentralización» se acomete desde una posición más de debilidad que de fuerza.
Ya no queda café para todos. Es posible que la extensión del modelo autonómico al conjunto de España –entre otras razones para atenuar el protagonismo nacionalista– se resienta. Pero tampoco Euskadi puede pretender que su taza rebose y que rebose la de cada ciudadano vasco a cuenta del Concierto económico. Ni el más soberanista debería caer en la ensoñación de que España sea intervenida o de que España se intervenga a sí misma como condición favorable para soltar las amarras de un Estado propio o algo parecido.
Kepa Aulestia, EL CORREO, 28/4/12