Sánchez ha pasado por encima de Doñana y ha aterrizado directamente en Madrid para capitanear los pactos de la posible investidura, sobrevolando la delgada línea que divide el trabajo del descanso.
Entiendo el dilema que puede tener un verdadero líder a la hora de afrontar el asalto del territorio que se encuentra al otro lado del ocio. Es el dilema que los ciudadanos de a pie afrontamos al finalizar el día, cuando nos toca dejar de trabajar.
Siempre hay algo más que hacer. Una respuesta pendiente, un correo sin abrir, una factura sin revisar, algo que leer. Pero a determinada hora hay que hacer acopio de valor y cerrar todas las pestañas menos la de la serie favorita o el libro a medias. El imperativo «hay que saber parar» se me hace presente cada vez con más intensidad. Porque soy consciente de lo difícil que es parar, y de lo necesario que es.
Por eso, de un tiempo a esta parte, en verano no aprovecho para avanzar con todas las lecturas pendientes o con las tareas del curso que viene. Lo que hago es seleccionar con cuidado literatura que me apetezca y abandonarme a ella. El año pasado se lo dediqué a Pessoa, y este al Bomarzo de Joaquín Mujica Laínez y a En busca del tiempo perdido de Proust.
Sé por experiencia que entregarse sin mesura al ocio y a la literatura nos devuelve el tempo y el estilo. Y también sé por experiencia que cuando no sé parar, pierdo el tempo, me atropello, y el estilo se me escapa. Es como si las musas huyesen como las ratas de un barco que hace aguas. Los parásitos atacan a los cuerpos frágiles. Y no hay alma más débil que la que se entrega con frenesí al activismo. Por eso saber parar es la lección más importante de las vacaciones.
Me produce muchísima satisfacción ver que cada agosto las portadas de los periódicos se llenan de famosos subastando sus buenas intenciones, y las redes sociales de piscinas, playas y montañas. Me gusta asomarme a la ventana que da al valle verde de Cantabria, a la bahía de Cádiz, o a los campos de cereal de Castilla. No me gusta ver las uñas de los pies asomando por encima del libro, con la piscina de fondo, pero tampoco me importa demasiado, porque sé que también reflejan un esfuerzo por parar.
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Y cuando leemos, miramos por la ventana, o enseñamos en redes lo bonito que es nuestro mundo, dejamos de intentar convencer a nadie de nada. En vacaciones nos dejamos un rato en paz, a nosotros con nosotros mismos, y a nosotros con todos los demás.
Por eso me produce un sentimiento encontrado leer que Sánchez se salta su descanso en Doñana. Por un lado me viene a la memoria la tribuna en este diario de Antonio García Maldonado sobre los liderazgos a medias, o los líderes que no ejercen, cuyo paradigma encontramos en Rajoy, pero que también veía en Feijóo. Y por otro la desconfianza que me producen personas como Zapatero, a las que no se les conocen ni vicios ni aficiones. Los hombres de gris de Momo, que quieren aprovechar todo el tiempo, acaban sofocando la vida de los demás.
Ni en los tiempos más oscuros de Filesa y el GAL perdí la confianza total en Felipe González, porque sabía que dedicaba algo del poco tiempo que podía a cuidar sus bonsáis. Berlusconi, por el contrario, que podría ser el ejemplo perfecto de la fiesta y el ocio, me producía profunda desconfianza porque hizo lo contrario que Zapatero: convirtió la política en una fiesta privada. Dos caras de una misma moneda.
No creo que Sánchez sea un activista patológico, aunque a veces en la vida pública adopte los ademanes del postureo estival. Lo único que lamento es que el 23-J, y ahora los pactos para la investidura, estén dando a las portadas y a la política veraniega una seriedad y una intensidad que no es buena para el obligado descanso democrático. La democracia también tiene un tempo y un estilo que hay que cuidar.