El Correo-JOSÉ IGNACIO CALLEJA Profesor de Moral Social Cristiana
No recuerdo un tiempo tan plagado de noticias en invierno y en verano como éste. No hay descanso en nuestros días. Ni siquiera agosto necesita de inventiva para llenar de paja los periódicos. Somos nosotros quienes pedimos descanso en medio de este vendaval que apenas nos da tregua. Sí, claro que podemos evitarlo convencidos de que cuando todo es noticia que amenaza, nada lo es de verdad. Algo de esto también nos sucede. Pero lo cierto es que vivimos un tiempo de incertidumbres añadidas. Hace unos años, no tantos, era 2007, la crisis financiera y económica puso al descubierto la insostenibilidad de los pactos de nuestro querido Estado de Bienestar. Dicho así de asépticamente, parecen palabras de un cirujano social; en realidad, puede y debe decirse que la gestión ultraliberal del capitalismo ha significado un no rotundo al pacto entre el capital y el trabajo en el Estado social de derecho. Ya no me interesa –vendría a decir el mundo del dinero– ese acuerdo, porque «el dinero puede ganar dinero sin pasar por la producción», y «porque en cualquier lugar hay alguien dispuesto a hacer lo mismo que usted por menos». Ya no me interesa.
Hace pocos años, no tantos, era 1992, y los políticos clásicos se desenvolvían con soltura alrededor de una democracia liberal y social poco o nada cuestionada, rayana –se decía– con el fin de la historia, es decir, con su triunfo universal como ideología y modelo de convivencia. Falso, más falso que los duros de plata, pero esa es otra cuestión. En pocos años, no tantos, uno tras otro los líderes de esas democracias han sido desbordados por los acontecimientos y nuevos nombres de características impensables hace poco –populistas suelen decirse– los superan en votos y habilidades. Las diferencias ideológicas de esos líderes son muchas y las contradicciones por donde se rompen las costuras de la vieja política, conocidas, pero el estilo personal de contar las ideas, se repite: rotundo, simple, unívoco.
Hace pocos años, no tantos, era 1980, la unidad cultural de occidente la veíamos aparentemente duradera y clara. Cuando llegó la globalización, era un lugar común pensar en la uniformidad cultural del mundo libre como el efecto más seguro. El progreso no admitía que le añadiéramos «este y no otro», como algo cuestionable, sino el progreso sin más, porque no había otro fuera del tecnocrático y capitalista. Entiéndase bien, siempre ha habido gente crítica con el sistema de producción, pensamiento y convivencia, pero eran los menos. Decir progreso para la mayoría era decir, nosotros, Europa, América, la sociedad del consumo masivo. Progreso frente al retraso científico y la escasez. Y de pronto, otro giro del momento, apenas unos años para los profanos, diez quizá, y con las torres gemelas la diversidad política y cultural se vuelve cercana, retadora, temible… de difícil digestión.
A marchas forzadas, con tanto giro, hemos tenido que prepararnos para cuestionar el progreso y para asimilar la diferencia cultural cuando es legítima diversidad. Y otra vez una digestión muy difícil para los gobernantes, necesitados de traducir a votos cada giro de historia, y más difícil si cabe para los ciudadanos, poco o nada preparados para asimilar la diferencia en concepciones de la vida, lenguas, color de la piel y, sobre todo, derechos humanos de todos, repito, de todos.
Hace pocos años, muy pocos para la mayoría de nosotros, apenas diez, a la difícil digestión de la diversidad cultural del mundo, subsigue la crisis masiva de los refugiados y de los migrantes económicos, que llegan a nuestros aeropuertos y costas, por todos los medios, con papeles y sin papeles, entrando en nuestras vidas con toda la variedad de necesidades y derechos fundamentales que veníamos reconociendo en cada declaración internacional a cual más hermosa. Pero, claro, cuando ha habido que traducirlas a derechos humanos subjetivos, es decir, derechos no solo proclamados, sino reconocidos como facultad subjetiva de las personas para reclamar esa condición ante los tribunales nacionales e internacionales, ya no es lo mismo. Y aquí sí que vale todo para quedar de pie, que se suele decir. Primero los nuestros…, no hay para todos…, cada uno en su país…, nos invaden…, llévalos a tu casa…, y así todos los zaskas tan primarios como poco pensados en el diario discutir.
En fin, dirá el amigo lector, y ¿por dónde salimos de este enredo? Están cambiando los liderazgos políticos, sociales, morales y religiosos, y quien antes dé con una forma clara del suyo, antes será reconocido. Pero, ¿ese tal nos sacará del embrollo? No, solo si elige bien, pues si se equivoca en la elección y se conduce por la demagogia fácil o el pragmatismo de sumar unos votos, eso no dura. Ese nivel moral de mínimos para ir tirando hasta las próximas elecciones, o la próxima crisis, o las próximas primarias, ese nivel que obedece a la aporofobia –vivir con miedo al pobre–, ese nivel, según creo, de «primero, yo», «primero, nosotros», «primero, lo nuestro», tan comprensible pero tan inaceptable, ese nivel moral de mínimos hay que llamarlo lo que es, «nivel de mínimos de injusticia y mentira». Tener las cosas claras no es ser radical. Ser radical es ir a la raíz de un problema, y en ese viaje puedo descubrir que soy injusto y no tengo razón. Soy honesto con la realidad, si la comprendo, bien, aunque la conclusión me perjudique. Si parto de la base de que mi visión de lo que le pasa al mundo no me puede perjudicar, eso no es mirar humanamente la vida. Es hacer trampa a la justicia. La política tiene la culpa de todo, ¿sí? ¿Quién es la política sin mí?