FERNANDO VALLESPÍN-El País

  • Escoger entre el mentiroso patológico de Trump y el bueno de Biden, cada vez más senil, es, desde luego, una elección trágica

Después de contemplar el debate entre Trump y Biden recordé esa frase final de un conocido chiste, y de la que me he servido para titular esta columna. ¿Cómo es posible que en un país de más de 330 millones de personas, el más poderoso del mundo, se le ofrezca a la ciudadanía una alternativa tan pobre? Elegir entre el mentiroso patológico de Trump y el bueno de Biden, cada vez más senil, es, desde luego, una elección trágica. Lo matizaré un poco. De Trump ya está casi todo dicho y lo volvió a escenificar en el debate. Es el rey del bulo y el bullshit, y ahora se presenta, además, ebrio de sed de venganza y dispuesto a poner patas arriba todo el sistema político estadounidense. No negó siquiera que no fuera a poner en cuestión el resultado electoral si no resultara vencedor. Biden, por el contrario, tiene una trayectoria política impoluta y ha realizado una buena labor como presidente, pero fracasó en lo único que en ese momento importaba, demostrar que se encontraba en óptimas condiciones físicas y mentales. Ezra Klein supo decirlo con claridad meridiana: “Ha demostrado que sabe hacer el trabajo (de presidente), pero es incapaz de escenificarlo (perform)”. Una cosa es tomar decisiones y otra saber comunicarlas, la clave actual en el ejercicio de la política. Si vivimos en una teatrocracia, los actores deben demostrar que saben representar su papel.

Bajo condiciones normales igual no habría importado tanto, cualquiera puede tener un mal día. Pero estamos ante uno de los momentos más delicados en la historia reciente y, si seguimos el propio discurso demócrata, ante una elección existencial: lo que está en juego es la democracia misma. Encima, Trump domina en las encuestas. ¿No sería lógico, por lo tanto, que pusiéramos todos los medios necesarios para conseguir el objetivo? Es la pregunta que se hacen figuras de renombre como Thomas Friedman o Paul Krugman y el propio comité editorial de The New York Times, que recomiendan encarecidamente a Biden que se eche a un lado y colabore en la búsqueda de un sustituto. Lo hacen desde el mayor respeto por su figura, pero espoleados por un pánico que apenas pueden ocultar. Por lo que llevamos visto en estas intensas horas de después del debate, el viejo presidente no está por la labor y es muy posible que el grueso del partido tampoco. Los partidos estadounidenses son, sobre todo, peculiares maquinarias electorales, carecen de una burocracia fija, y dependen enormemente de agentes externos, como toda esa retahíla de donantes a los que no sería fácil poner de acuerdo sobre un candidato alternativo, o a las distintas facciones del partido. Pero Biden está acabado desde el mismo momento en que pierde la confianza de los medios liberales de su país. He aquí el dilema.

Con todo, lo más descorazonador para la democracia es la pauta que una y otra vez sale a la luz en todas y cada una de las elecciones donde se amenaza con la victoria de algún contendiente populista, lo que podríamos calificar como la política del mal menor. En esta no se trata ya, como debería ser lo lógico, de mostrarse mejor que el adversario, sino de presentarlo como inelegible, como una amenaza para el sistema. Lejos de hacer el esfuerzo por acentuar los puntos fuertes de sus programas y trazar un claro proyecto de futuro —¿acaso no consiste en esto ser “progresista”, creer en el progreso?—, se atrincheran en la descalificación total del adversario. La tragedia de Biden es que ni siquiera satisfizo los requerimientos del mal menor, pasó a subsumirse también bajo la categoría de inelegible. ¿Elegir entre inelegibles? Más vale que busquen otro candidato. ¡Rápido!