LA RAZÓN, 21/10/11
El arrepentimiento es una palabra que no tiene cabida en el lenguaje de los etarras
Madrid- Ramón Baglietto acaba de salvarle la vida a un niño de un año. Le tapa los ojos para que no grabe en su memoria cómo su madre y su hermano acaban de perder la vida bajo las ruedas de un camión. El niño se llama Kándido Aspiazu. Veinte años después, convertido en militante de ETA, asesina de un tiro al hombre a quien le debe la vida, en la misma calle de Azcoitia, en Guipúzcoa. Desde entonces, su viuda, Pilar Elías, no ha cesado de clamar justicia.
El pasado lunes se revolvía frente al televisor «al ver la pantomima de la autodenominada «Conferencia Internacional de Paz» de los pistoleros etarras». Pero la pesadilla hecha realidad la sufre cada día en su propia casa, obligada a confrontar la mirada con el asesino de su marido. El etarra, Aspiazu, tras cumplir condena, instaló una cristalería en los bajos de su propio edificio. «Cada vez que nos cruzamos –relata indignada Pilar– me mira con descaro, con la cabeza bien arriba, como si no hubiera hecho nada».
Su presencia duele
Ella es sólo un ejemplo de la situación en la que viven los miles de familiares de las víctimas de una banda que carga con cerca de 900 muertos a sus espaldas. Familias enteras que durante décadas han vivido amenazadas, extorsionadas o exiliadas del País Vasco. Hombres, mujeres y niños, revisando cada mañana los bajos de sus coches, sospechando de todo o acompañados de escolta. ¿Encontrarán en el perdón un resarcimiento a sus heridas?
«No queremos perdón sino su derrota», proclama enfática Ángeles Pedraza, presidenta de la AVTA. «Sólo se disculpan en la cárcel, en falso, para conseguir el tercer grado… Pero esto no va a terminar porque las víctimas no van a callarse». Parece que el arrepentimiento no sirve en la mayoría de los casos. Los familiares prefieren iniciativas gubernamentales enfocadas a que los asesinos cumplan íntegramente sus penas.
¿Cuánta importancia tiene el perdón? ¿Se puede construir la paz sin arrepentimiento? Muchos familiares de víctimas –como Rubén Múgica, Daniel Portero o Maite Pagazartundua– coinciden en que «el reconocimiento del daño causado» no ocurrirá. «La palabra perdón en boca de ETA es como una broma», sentencia Múgica. «Sólo Apple se vende mejor que los etarras», ironiza Pagazartundúa en alusión al «montaje» de la «Conferencia Internacional de Paz». Que los aspectos jurídicos recorren una senda y los morales otra es una evidencia para Fernando Savater: «El perdón es una cuestión personal: hay víctimas que pueden concederlo y otras que no quieren, pero lo único que cuenta es que no haya impunidad, que la justicia funcione».
La semana arrancó candente, tras la «Conferencia Internacional de Paz» –cuando se cumplía el 20 aniversario del atentado de Irene Villa–, celebrada en el Palacio de Aite de San Sebastián. «Sólo ha tenido sentido para Batasuna –puntualiza Savater–, pues ha resultado una parodia en su propio beneficio, en la que no hubo conferencia, ni debate, y para colmo hubo una glosa final escrita por Batasuna». Rubén Múgica, hijo del asesinado Fernando Múgica, la denominó «conferencia de la nada».
Sobre este escenario, con algunas experiencias piloto de mediación entre ex etarras disidentes y familiares de asesinados, ¿es o no posible esa autopista de doble dirección llamada perdón? «Efectivamente tiene dos caras. Una primera, la de la petición por parte de quien hizo daño o lo justificó. Y otra, la de la concesión por parte de quien sufrió dicho daño. La primera, inspirada en el arrepentimiento, comporta el deseo de restablecer la convivencia rota. La segunda es la única capaz de satisfacer dicho deseo. Sólo a partir de ella puede afirmarse la posibilidad de una relación pacífica entre las personas», resume ponderado Fernando Aramburu, autor de «Los peces de la amargura». «No olvidemos –prosigue– que la presencia del agresor, aunque ya no ejerza como tal, actualiza el dolor en tanto no se haya desdicho de sus pasados actos criminales».
El comunicado esperado por medios nacionales e internacionales y que se produjo ayer por la tarde con una puesta en escena desalentadora y dolorosa para las víctimas (con capucha) «alertaría de la asunción por parte de la banda de un final sin vencedores ni vencidos, abogando por la necesidad de reconciliar, compensar y asistir a las víctimas», según manifestaba el ministro Jáuregui. Indignado por el encuentro internacional, Múgica asegura que «a la banda le hace falta un juicio de Núremberg –en alusión al macroproceso emprendido contra los principales criminales del régimen nazi de Hitler– que se arrepientan o pidan perdón es lo de menos; lo que queremos los familiares es que se aplique la Ley, y se haga justicia, algo que hasta ahora no se ha hecho». Sobre la conferencia en el Palacio Aite, es aún más drástico: «Ese encuentro es de cara a la galería, para la foto. No se lo cree nadie y quienes dicen creérselo mienten».
«Aquí no hay una confrontación armada en la que dos bandos por motivos étnicos, religiosos o como consecuencia de una ocupación colonial han estado en guerra –refería en una carta a Kofi Annan el presidente de los populares vascos Antonio Basagoiti–. Aquí hay una banda terrorista que amenaza y asesina personas».
Crueldad extrema
El antropólogo y escritor Mikel Azurmendi fue integrante de la banda en los años sesenta, para después desvincularse porque rechazaba la violencia. Una de sus novelas, «Tango de muerte», se inspiró en uno de los casos más sangrantes imputados a ETA. Corría el año 1973 cuando tres amigos gallegos viajan a San Juan de Luz para ver el «El último tango en París». Humberto Fouz, Fernando Quiroga y Jorge García entran en un bar y son confundidos con policías de incógnito por miembros de ETA. Los torturaron hasta la muerte. Querían saber qué buscaban, qué investigaban. Pero los emigrantes gallegos no podían decir nada, porque lo ignoraban. Sus cuerpos jamás aparecieron ni ETA reivindicó el triple asesinato.
En palabras del policía infiltrado Mikel Legarza, «El lobo», los etarras les sacaron los ojos con destornilladores para, después, arrojarlos al mar. La verdad nunca se supo. La Policía no investigó demasiado. Entonces el Gobierno francés no colaboraba y los etarras campaban a sus anchas. La sobrina de Humberto, Coral Rodríguez Fouz, ex concejal socialista en Eibar, luchó durante años por que alguien iniciara la búsqueda de los cuerpos. Habló para numerosos medios, escribió decenas de cartas… Quizá, el agotamiento pudo con ella. Según explicó a LA RAZÓN su hermana, Ana Rodríguez Fouz, ahora «prefiere no hablar».
Mikel Azurmendi –quien fuera el primer portavoz del Foro de Ermua y de ¡Basta Ya!– apuesta por el arrepentimiento verdadero o, en su defecto, «un pesar de los estragos que han causado: no sólo muertes, también extorsiones, miles de personas alejadas del País Vasco…». «El mayor de los pesares que recae sobre ETA –continúa–, es habernos hecho a todos sus víctimas y, especialmente, al Estado de Derecho».
Evitar responsabilidades
Precisamente en paz quería vivir Maite Pagazartundua –presidenta de la Fundación de Víctimas del Terrorismo– pero ETA se lo impidió asesinando a su hermano Joseba en 2003. Con sus informaciones sobre actividades terroristas, se había desactivado un comando en los 90. Sufrió amenazas, incendios reiterados del coche, insultos por la calle…. Hasta el fatídico día en que cuatro tiros a bocajarro le segaron la vida. «Las víctimas esperamos la derrota para cerrar el duelo. Si se cierra mal, la victimación será permanente porque no podremos enterrar, simbólicamente, a nuestros muertos», subraya Maite. En su artículo «El truco» lo explica meridiano: «Tras el trampantojo caro y mediático de la conferencia (de paz), se oculta la estrategia de la eliminación de la responsabilidad de ETA y su entorno».
«Los terroristas crean un dispositivo estratégico para no asumir responsabilidades. Buscan un proceso cocinado a fuego lento en que se habla de todas [hace énfasis en todas] las víctimas, hasta que al final consigan lo que quieren». «Está claro que quieren amañar la memoria colectiva, un marketing descarado y deslumbrante», concluye.
El hoy director de la Fundación para la Libertad, Teo Urrialde –quien en 1969 estuviera implicado en el Proceso de Burgos para convertirse luego en uno de los fundadores de Euskadiko Ezkerra y amenazado por la banda– se expresa rozando el coan zen: «Es posible la paz sin perdón, pero no hay que esperar que estos tíos vuelvan por aquí y se produzca la paz. Sino que se podrá dar la paz, sin que ellos vuelvan».
Binomio indisoluble para unos e irreconciliable para otros, «porque el perdón es uno de los más complicados que se puedan encontrar –dice Amelia Valcárcel, filósofa y autora de «La memoria y el perdón»–. Para concederlo, se necesita el arrepiento de la parte causante, e implica que ya no se pide la justicia a la que se tiene derecho. En lugares donde ha habido violencia extrema –como en Suráfrica–, tras los grandes conflictos se han abierto escenarios de perdón. Una sociedad que no hace un “perdón fundante” no puede seguir existiendo, porque hay ocasiones en que es más importante asegurar la continuidad de la convivencia que reclamar la justicia. «El perdón –prosigue– es una de la cosas más complicadas del mundo pero, si se consigue, depara uno de los efectos benéficos que existen». Como en una conradiana pesadilla, esta semana se dirime la paz. Una de las palabras más escuetas de nuestro vocabulario, pero con uno de los recorridos más interminables para el alma humana.
¿Se arrepienten de algo?
Ningún etarra con delito de sangre ha pedido perdón a sus víctimas, ni ha confesado arrepentimiento publicamente. Esta última figura, la del arrepentido, ha sido utilizada judicialmente por otras organizaciones armadas en otros países para rebajar sus penas. El comunicado de ETA de ayer no hace la menor referencia a las víctimas y busca equipararlas con «sus» muertos, a los que sí dedicó unas palabras. Ángeles Pedraza, presidenta de la AVT, volvió a decir ayer que en el comunicado de la banda faltaba algo fundamental para hacer creíble la paz: pedir perdón.
LA RAZÓN, 21/10/11