Manuel Toscano-Vozpópuli
Las facultades de un parlamento no son ilimitadas, pues no son las instituciones las que tienen derechos fundamentales, sino los ciudadanos
Estamos tan acostumbrados a las declaraciones atrabiliarias de Quim Torra, y al estilo intemperante del que hacen gala en general los líderes independentistas, que apenas les prestamos ya atención. Días atrás adelantó que no acatará la sentencia del Tribunal Supremo, que verá el caso de su inhabilitación en las próximas semanas. Lo anunció en TV3: «He desobedecido dos veces. No creo que sea la última vez que lo haga. A mí no me marca el calendario la decisión de un tribunal español». Las cosas de Torra, sí, pero quien presume de rebelde ocupa la presidencia de la Generalitat de Cataluña.
Hemos tenido más cosas de Torra durante el verano. A principios de agosto exigió la abdicación de Felipe VI. «Los catalanes no tenemos rey», declaró en su comparecencia pública, repitiendo la salmodia habitual de los secesionistas. Después solicitó la celebración de un pleno sobre la monarquía en el Parlament, que las formaciones independentistas aprovecharon para llevar a cabo un ataque en toda regla contra la institución y el actual monarca. Las resoluciones aprobadas no tienen desperdicio. En ellas se habla de ‘monarquía delincuente’, se afirma que la Corona «es sucesora del régimen franquista, del que recibió la legitimidad política surgida del 18 de julio de 1936» y, por supuesto, se denuncia el papel que ha desempeñado en ‘la persecución de los derechos del pueblo catalán’.
Exigencia de cese
El pleno tuvo una secuela llamativa. Siguiendo el criterio de los letrados de la Cámara, el secretario general del Parlament, Xavier Muro, dio instrucciones para que no se publicaran en el Butlletí Oficial algunas partes del texto de las resoluciones aprobadas en la sesión, por entender que suponían un incumplimiento de lo ordenado por el Tribunal Constitucional. Algunos portavoces secesionistas pidieron inmediatamente que se abriera expediente a los letrados por su negativa. Al propio Torra le faltó tiempo para arremeter contra los funcionarios, exigiendo el cese de Muro y la publicación íntegra de las resoluciones parlamentarias: «El secretario general del Parlamento tiene el deber de obedecer al Pleno, que es soberano. Y si no lo hace, el Presidente del Parlamento tiene el deber de cesarlo y asumir él y la Mesa la responsabilidad de publicar la resolución».
El asunto plantea una interesante discusión sobre deberes. El secretario general del Parlament explicaba en una apostilla final en el boletín oficial que es su deber como funcionario público impedir o paralizar cualquier actuación jurídica o material que vaya contra la ley, en este caso contra las resoluciones del Tribunal Constitucional. En un escrito dirigido a la Mesa, los letrados de la Cámara catalana han respaldado con firmeza la decisión del secretario general, cuya independencia y profesionalidad destacan, y recuerdan que los servicios jurídicos del parlamento están compuestos por funcionarios públicos que han de desarrollar sus funciones con objetividad, es decir, ajustándose en su ejercicio a la legalidad y a las sentencias judiciales.
Como cabía esperar, nada de eso impresiona mucho a quienes se jactan de desobedecer a la ley como si fuera un timbre de gloria. Con todo, vale la pena atender a las razones que esgrimen, pues tanto Torra como el portavoz de Junts per Catalunya insistieron en la idea de que el Parlament es soberano y, por tanto, los funcionarios han de cumplir con lo que allí se decida. En palabras de Torra: «El pleno del Parlament es soberano. Ningún funcionario puede decidir si se publica o no una resolución votada por el pleno. Vaya, hasta aquí podíamos llegar».
Los servidores públicos, como su nombre indica, están para ejecutar la voluntad popular que emana de la asamblea democrática y no pueden ampararse en la ley para ir contra ella
De aceptar esta forma de ver las cosas, estaríamos ante la enésima repetición del conflicto insoportable entre la ley la democracia, como vocean los líderes del procés. ¿No consiste la democracia en la soberanía popular? ¿Acaso no se configura esta institucionalmente a través de un parlamento democráticamente elegido por votación popular? Entonces si el Parlament es soberano y representa la voluntad del pueblo de Cataluña, ¿cómo puede un funcionario oponerse a lo que decidan por mayoría los representantes de los ciudadanos? De ahí los gestos indignados de Torra y los suyos. Los servidores públicos, como su nombre indica, están para ejecutar la voluntad popular que emana de la asamblea democrática y no pueden ampararse en la ley para ir contra ella. La ley o los tribunales no pueden estar por encima de la democracia. ¡Hasta ahí podíamos llegar!
Esta clase de razonamiento puede sonar plausible a muchos, pero es tan simple como falaz; envuelve no poca confusión y deja traslucir una equivocación fundamental acerca de un régimen democrático como el nuestro. En realidad, se trata de un error de lo más pernicioso, pues se refiere al término ‘soberanía’, al que habría que adosar la advertencia ‘peligro: manéjese con extremo cuidado’. Lamentablemente no por pernicioso es menos común y lo escuchamos sin el más mínimo cuidado en boca de populistas y nacionalistas. Es más, muchos demócratas bienintencionados no son inmunes al error.
Por decirlo de forma cruda, en un régimen constitucional democrático ninguna autoridad o asamblea puede ser soberana. Ni aun tratándose de una asamblea legislativa elegida por el voto de los ciudadanos, sea el Parlament o las Cortes Generales, puede hablarse de soberanía. En un orden político como el nuestro, el poder está distribuido entre diferentes órganos y autoridades, cuyas competencias están definidas y reguladas por la Constitución, a la que están sujetas. El parlamento elegido por los ciudadanos ocupa una posición central entre los instituciones de gobierno, como se ve por las funciones que tiene asignadas: elige y controla al gobierno, se encarga de la legislación y aprueba los presupuestos. Pero ejerce esas competencias en colaboración con otros órganos y de acuerdo con la Constitución, las leyes y su propio reglamento interno, lo que implica el control judicial de sus decisiones. Por importantes que sean tales competencias, quedan muy lejos del poder indiviso e ilimitado que se atribuye al soberano.
Comisión sobre la monarquía
Que un parlamento tiene competencias delimitadas constitucionalmente, de las que no puede extralimitarse, resulta aún más evidente en el caso de una asamblea autonómica en un Estado complejo o federal. Es lo que vino a señalar, por cierto, la sentencia del Tribunal Constitucional que invocan los letrados catalanes. En ella los jueces anularon por inconstitucional la creación de una comisión de investigación sobre la monarquía (se ve que hay afición por el tema) aprobada en un pleno del Parlament de marzo de 2019. El Tribunal recuerda entre otras cosas que el parlamento catalán sólo puede investigar sobre asuntos relacionados con las competencias autonómicas y que, de acuerdo con el Estatuto y el propio reglamento de la cámara, éstas marcan el límite a su potestad parlamentaria. Esta ‘incompetencia manifiesta’ se refiere no sólo a la jefatura del Estado, sino a las instituciones generales del Estado y ello por una razón obvia: las instituciones de todos no pueden quedar sujetas a las decisiones políticas de una parte. De lo que es de todos se discute allí donde están representados el conjunto de los ciudadanos, incluidos naturalmente los ciudadanos catalanes.
Si queremos proteger estos, no podemos considerar ilimitadas las facultades del parlamento. Pues no son las instituciones las que tienen derechos fundamentales, sino los ciudadanos
Hay otro punto reseñable en la sentencia, pues los secesionistas, cuando no enarbolan la soberanía democrática, acostumbran a envolverse en la bandera de la libertad de expresión. Por más que un parlamento sea un espacio privilegiado para el debate político, sus decisiones son actos jurídicamente relevantes que afectan a los derechos de los ciudadanos. Si queremos proteger estos, no podemos considerar ilimitadas las facultades del parlamento. Pues no son las instituciones las que tienen derechos fundamentales, sino los ciudadanos. Y una resolución parlamentaria no es el ejercicio de una libertad fundamental, sino de una potestad pública; como tal, ha de estar sujeta al ordenamiento legal y al control de constitucionalidad.
Por lo mismo decía Martin Kriele que en el Estado constitucional no hay soberano. Para ver la razón basta entender el sentido del constitucionalismo, que no es otro que limitar, dividir y controlar el poder para asegurar los derechos individuales y las condiciones de una sociedad libre. Seguramente ese es el secreto mejor guardado de la democracia constitucional: en ella no cabe un soberano; ni siquiera el pueblo lo es si por tal entendemos un poder irrestricto e irresistible, legibus solutus. Con menos razón lo sería una asamblea autonómica.
Sin embargo, no habría que tomarse las fantasías soberanistas a la ligera y menos viniendo de quienes muestran un indisimulado desprecio por la ley. Como dejó advertido Kriele, la idea de soberanía es dinamita para el orden constitucional. No son especulaciones, como pudimos ver en aquellas infaustas sesiones del 6 y el 7 de septiembre de 2017.