FERNANDO SAVATER-EL PAÍS
- Subir propulsado hasta donde no hay aire puro sino que falta absolutamente el aire es un capricho insano. Y más para ver la tierra como un globo nublado
Puede que alguno de ustedes esté ya ahorrando para pagar el pasaje. El precio actual es exorbitante, pero acuérdense de lo que costaban los primeros teléfonos móviles, total hace nada, y ahora los regalan al comprar una lavadora. ¡Será por dinero! Lo que sólo es cuestión de dinero suele conseguirse antes o después si uno lo desea de veras. Se lo aseguro, créanme: no me interesa, no pienso ir. Al turismo espacial, digo. Siempre que oigo ese término me acuerdo de lo que contestó Borges sobre los viajes espaciales: “Bueno, todo viaje es espacial, ¿no?”. Pues eso. Si tengo que trasladarme, con lo bien que se está en casa, que sea a un lugar donde haya gente a la que uno quiera o pueda llegar a querer, no donde no hay nadie. Los romanos, que eran gente civilizada, gustaban de los paisajes donde se vieran campos fértiles, jardines, villas bien cuidadas: el locus amoenus debía ser un lugar al que apeteciera mudarse, no del que hubiese que huir aterrorizado por lo vertiginoso de los precipicios o el furor de las olas. Las perspectivas que fascinan por lo inhóspito son un invento de los románticos, que lo estropean todo con sus exageraciones. Pascal lo dijo mucho mejor: “Me espanta el silencio de esos espacios infinitos”, Y que estén llenos de cachivaches y basura arrojada desde la tierra no los hace más gratos…
Subir propulsado hasta donde no hay aire puro sino que falta absolutamente el aire es un capricho insano. Y más para ver la tierra como un globo nublado y no como un hogar, que también son ganas. Eso sí, puedes flotar cabeza abajo cinco minutos, placer de dioses… En cuanto a los millonarios que compiten obscenamente por ir a esas alturas, encaramados en su fortuna, me permito recordar lo que dijo Maurice Baring: “Para saber lo que Dios piensa del dinero, no hay más que fijarse en a quién se lo da”.