Fernando Aramburu, EL PAÍS, 21/10/11
Urge impedir que se levante una historia heroica y bucólica de ETA que convierta los lobos en ovejas
Entiendo el júbilo de algunos como reacción de alivio, pero no lo comparto. Aún menos comparto la ingenuidad imprudente de quienes, sin tomarse tiempo para la reflexión, ya están dispuestos a abrazar y, por supuesto, a hacer concesiones a diestro y siniestro a fin de quedarse tranquilos.
ETA persiste con sus arsenales, su propaganda, su objetivo férreo y sus pasamontañas. Dicha realidad no cambia un ápice por el simple hecho de que, con grotesca escenografía y verba falaz, tres tipos sin cara hayan anunciado el cese de la única actividad que continuará dando su razón de ser a la banda terrorista mientras esta no se disuelva o sea disuelta: matar y hacer sufrir a la gente para consumar unos fines más o menos políticos. Al verlos pensé de inmediato en el lobo de Caperucita. ¡Qué boina más grande tienes!
ETA no tiene ningún sentido fuera del crimen. No lo ha tenido nunca. ETA no es una asociación deportiva ni una cofradía para el fomento de las bellas artes. Fue fundada para lo que ha hecho. Su mera existencia, aunque sea en grado de congelación (a saber hasta cuándo), implica una potencialidad criminal continua, punteada en el pasado de un sinnúmero de atentados cuyas sangrientas consecuencias todos conocemos y algunos, las víctimas, siguen padeciendo.
Tuvo fuerza hasta que a un juez se le ocurrió un día mirar con lupa el funcionamiento del cotarro. ETA no era, no es, como pensaron muchos, un grupo, mucho menos un grupo cerrado. Era, es, la parte ejecutante de un procedimiento colectivo de actuación encaminado a obtener la conversión en Estado de un territorio. Todo lo que no sea la consumación de dicho objetivo no es democracia. Por eso, dicen (ellos o los que profesan sus mismos ideales), la democracia española, a pesar de sus comicios, sus partidos, sus tribunales de justicia y su prensa libre, no es democracia. En estos niveles de debate nos movemos los vascos desde hace más de 40 años.
El referido procedimiento de actuación no depende directamente de los individuos implicados. Cualquiera podía, puede, incorporarse a él, incluso sin necesidad de entrar en estructura organizativa alguna. Quemar autobuses por cuenta propia, pegar carteles, golpear a un periodista, amedrentar de cualquier manera a la ciudadanía, todo era, es, válido siempre que empujase la causa en la dirección adecuada. Solo la procura de fondos ha mantenido ocupada a mucha gente que, como no empuñaba armas (obtenidas, eso sí, con su recaudación), se considera limpia de delito.
Con una punzada de vergüenza he comprobado en ocasiones que a numerosos ciudadanos españoles ETA les parecía una cosa lejana, de vascos de por allá arriba, sin percatarse de que esta gente brutal ha estado atacando sin descanso el sistema democrático que, con todos los defectos y excesos que se le quieran imputar, disfrutan los españoles desde hace unas cuantas décadas. Hay que estar muy poco versado en historia de España para ignorar la suerte que hemos tenido los contemporáneos de la época actual. Quien albergue dudas al respecto que eche un vistazo atrás.
ETA ha matado en todas partes. En Palma de Mallorca a los últimos. Ha matado a no pocos niños. También a peatones que mejor se hubieran quedado aquel día en casa. Usted mismo, que lee estas líneas, podría estar ahora criando malvas. Quien dice usted, dice un familiar suyo, o un amigo, o un compañero de trabajo. ¿Qué noble causa es aquella cuyo cumplimiento pasa por colocar una bomba en el garaje de un supermercado, matar a cinco niñas en un cuartel o a dos ecuatorianos en el aparcamiento de un aeropuerto, y así hasta 858 personas?
Ahora se hacen los buenos, los políticos, hablan de un nuevo panorama (como si en democracia los panoramas no los decidieran las urnas) y reclaman diálogo para resolver el conflicto. Parecen no haber reparado en que, no bien ha dejado ETA de matar, hay paz.
¿Qué extraño conflicto armado era este en el que solo disparaba una de las partes? ¿O es conflicto armado el que las fuerzas de orden público detengan y lleven ante un juez a quienes vienen de cometer unos cuantos asesinatos?
El conflicto persiste, dicen. ¿Qué mayor prueba de que han sido derrotados? Tantos muertos, ¿para esto? ¿Para estar igual que al principio? Aún peor, ¿para haber hecho del pueblo vasco un pueblo dividido, un pueblo de agresores y víctimas, para trasladar aquel infortunio de las dos Españas a las dos Euskadis?
Llevan tantos años creyéndose sus eslóganes y sus dobleces que aún piensan que van a conseguir, sentándose a una mesa con el ministro del Interior de turno, lo que no les procuraron las bombas ni las pistolas. Amigos, los conflictos, las diferencias, en los sistemas democráticos, se dirimen en los Parlamentos, que para eso están, para discutir y tomar decisiones, y no asesinando congéneres por la simple circunstancia de que vistan de uniforme, militen en la oposición o ejerzan la crítica en los medios de comunicación.
Así y todo, la derrota decisiva les va a venir a los terroristas a partir de ahora, a medida que vayan saliendo a la superficie las mil y una historias de terror y de podredumbre moral a ellos debidas, y a medida que numerosas manos asienten por escrito todo lo que hicieron. El relato histórico y literario de lo sucedido es hoy por hoy una tarea nacional, un gesto ético de primer orden para con las víctimas y una obligación pedagógica encaminada a dar respuestas positivas a las preguntas que plantearán, quieras que no, las futuras generaciones cuando vuelvan la mirada hacia nuestra época y deseen entenderla.
Dicha tarea es, además, necesaria para no ponérselo fácil a quienes en adelante, comprensivos con el terror, se afanarán por minimizarlo, borrar las huellas, expandir el humo denso del olvido y tejer los hilos perversos del revisionismo histórico. No estamos por fortuna en la Edad Media. Abundan el material gráfico y los relatos testimoniales de todo tipo. Urge, no obstante, impedir que sea levantada una historia heroica y bucólica de ETA que convierta los lobos en ovejas. Tiempo de sobra han tenido para saber a qué abismos públicos y privados conduce la maldad.
Fernando Aramburu, EL PAÍS, 21/10/11