HUGH THOMAS – ABC – 10/07/16
· Siempre decimos que somos una isla pequeña, pero la verdad es que los británicos no hemos llegado a sentirnos europeos del mismo modo en que lo han hecho los franceses y los españoles y otros, en un reflejo de la maravillosa idea europea de que países que antes habían luchado entre sí durante siglos podían basar sus relaciones en la negociación y no en la guerra.
El voto británico a favor de salir de la Unión Europea representa una derrota para muchas de las cosas que yo esperaba con ansiedad de la política. Y esto también es válido para la gente de mi generación. Empecé a interesarme por Europa en 1952, cuando me pidieron que guiase a Robert Schumann, el autor del plan de la Comunidad Europea del Carbón y el Acero, durante una visita a Cambridge. Él quería hablar de religión; yo, de política. Por entonces, yo era conservador. En Cambridge, como otros dirigentes estudiantiles (yo lo era), me enorgullecía de organizar debates sobre la cuestión europea. Esos debates solían girar en torno a la pregunta de qué había querido decir Churchill al hablar de una colaboración europea. ¿Se planteaba la adhesión de Gran Bretaña o no? Es una pregunta que aún sigue sin respuesta.
Durante la década de 1960, yo era un aspirante a candidato laborista y apoyaba a los Europeos Laboristas agrupados en torno a Roy Jenkins. Recuerdo que me pidieron que entrase en un comité hacia 1965 para asesorar al por entonces primer ministro, Harold Wilson, sobre cómo afrontar, y si era posible revertir, el veto del general De Gaulle de 1963. Nosotros, un grupo de supuestos sabios, nos sentamos y hablamos, y luego en Whitehall, George Weidenfeld, el gran editor, me dijo: «Ya ves lo poco que se consigue cuando no hay ningún ánimo de lucro».
En la primera campaña del referéndum sobre Europa, en 1975, elaboré una larga lista de escritores llamada «Escritores por Europa», en la que aparecían todos los que eran interesantes. Supongo que, en 2016, los escritores se consideran menos importantes.
Tras la victoria proeuropea de 1975, dediqué bastante tiempo a la tarea de asegurarme de que Gran Bretaña se tomase en serio la oportunidad europea y, al principio, Margaret Thatcher, a cuyo bando me había unido de manera inverosímil, estaba decidida a que nuestra pertenencia a la unión fuera un éxito. Firmó la declaración solemne de Stuttgart en 1985 y apoyó el Acta Única Europea de 1987. Se puede afirmar que fue creadora y defensora del mercado único europeo. Escribí un breve libro titulado Europe, the Radical Opportunity (Europa, la oportunidad radical). Traté de persuadirla de que se comprometiese a liderar Europa, pero por desgracia era reacia a ello. No logré impresionarla cuando le dije que podría ser la Bismarck de Europa. Aun así, se tomó el compromiso europeo en serio hasta su salida del Gobierno.
A finales de la década de 1980, un extraño cambio empezó a proyectar una sombra nueva sobre la política inglesa. Los conservadores de la época de Harold Macmillan y Edward Heath, y sin duda de la primera época de Margaret Thatcher, daban la impresión de ser unos proeuropeos incondicionales. Fue entonces cuando me uní a ellos, en 1975. Hacia 1990, habían empezado a mostrarse críticos. Por otro lado, el Partido Laborista, que en la época de Wilson y desde luego de Kinnock se mostraba suspicaz o incluso hostil, empezaba entonces a apoyar a Europa. En nuestra vida política, nunca se ha conocido una transformación tan radical.
No es nada fácil dilucidar la razón de estos cambios. Muchos conservadores explicaban que, en la década de 1970, habían apoyado una unión aduanera, no política. En realidad, siempre se entendió de forma explícita que habría una unificación política por distintos motivos. «Apoyo a Europa sobre todo por motivos políticos», dijo Roy Jenkins, y creo que Margaret Thatcher habría coincidido con él en 1979.
En aquella época, yo siempre albergaba la esperanza de que España se uniese a la Comunidad Europea. Francia, y en concreto Chirac, estaba en contra de ello, pero los británicos estábamos claramente a favor. A Chirac le ganaron la partida. James Callaghan, cuando era ministro de Asuntos Exteriores, me pidió que apoyase dicha ampliación tras la emotiva visita a Londres de José María de Areilza en 1976, la primera visita de un ministro español de Asuntos Exteriores desde la guerra.
Durante los últimos 20 años, tres cosas parecen haber modificado las actitudes británicas. La primera es que la soberanía compartida con la Unión Europea ha dado la impresión de amenazar el estilo de vida británico, en concreto la idea de que el Parlamento es la fuente de la que emana todo el poder. En segundo lugar, la idea fundamental de Europa es la benévola noción de que, una vez que se pertenece a la Unión, cualquiera puede moverse por ella libremente. Esta tolerancia de la migración ha generado la sensación de ser una amenaza para los hospitales, las escuelas y los servicios públicos. Siempre decimos que somos una isla pequeña, pero la verdad es que los británicos no hemos llegado a sentirnos europeos del mismo modo en que lo han hecho los franceses y los españoles y otros, en un reflejo de la maravillosa idea europea de que países que antes habían luchado entre sí durante siglos podían basar sus relaciones en la negociación y no en la guerra.
Algunas de estas ideas británicas son erróneas. Es verdad que somos la única nación europea que no ha experimentado un derrumbamiento de la democracia durante el siglo XX. Pero hemos combatido exactamente igual, como todos recordamos, y esas guerras han ido precedidas de siglos de conflictos europeos y mundiales. Nuestra cultura, como el propio Shakespeare nos habría recordado, es europea. Casi la mitad de las obras de Shakespeare están ambientadas en el continente europeo. Tampoco debemos olvidar la gran influencia europea de sir Walter Scott, cuyos personajes viven en la imaginación europea tanto como en la británica.
También nosotros formamos parte del Imperio Romano, y todos nuestros soberanos, a excepción de los Tudor y los Estuardo, han tenido orígenes europeos. El francés fue el idioma del Gobierno de Inglaterra durante tres siglos, en la época de los Plantagenet. Los anglosajones llegaron de Alemania, ¿y acaso no fue Constantino proclamado emperador en el año 306 en York?
HUGH THOMAS – LORD THOMAS DE SWYNNERTON ES HISTORIADOR – ABC – 10/07/16