Un militante socialista, viejo conocido, buen tipo, hacía suyo hace unos días ese mantra con el que los nuevos doctrinarios de la izquierda oficial responden cada vez que reciben una crítica y me decía que lo que le pasa a Felipe González es que se ha derechizado. Yo le recordé una entrevista que Manuel Antonio Rico le hizo al expresidente en Hora 25 cuando se cumplían los primeros setenta días del primer gobierno socialista, 10 de febrero de 1983. González lo dejó muy claro: “Todo diálogo que atente contra la unidad de España no contará nunca para el Gobierno”. Felipe, todavía era Felipe a secas, se refería a los que por aquel entonces ya elucubraban con el derecho de autodeterminación mientras ETA zarandeaba el nogal. Felipe González habrá cambiado, pero no tanto como su querido PSOE.
En su última intervención pública, a preguntas de Carlos Alsina, González fue muy prudente. Rechazó la amnistía que prepara el Gobierno en funciones pero no descartó que Pedro Sánchez acabe por recapacitar y por rectificar. ¡Santa ingenuidad! Sánchez ya le ha engañado una vez, que sepamos, y no hay duda de que si fuera preciso lo volvería a hacer. Si Sánchez da marcha atrás será porque Puigdemont se lo pone imposible, cosa que no sucederá, porque es el independentismo, por mucho que digan, el menos interesado en que se produzca una repetición electoral. Felipe González lo sabe. No tiene nada de ingenuo. El riesgo es que con su prudencia acabe ensanchando la nómina de tontos útiles que el 23-J le dieron a Sánchez una nueva oportunidad. ¿Volverán a picar? No hay futuro con Sánchez. No ya para el PSOE, sino para el país. Y lo saben. Felipe, Guerra, Solana, Page, Sevilla, Laborda, Redondo, Méndez, Lambán…
Lo que parece dispuesto a entregar Sánchez va más allá de la llave de la gobernabilidad para adentrarse en el oscuro túnel al que inevitablemente nos conduciría la ruptura del pacto de convivencia que sigue siendo la Constitución
Lo apuntaba Andrés Trapiello en El Mundo: ya no vale con un “basta ya de mentirijillas”. Hacen falta al menos “cuatro votos ilustrados para poner fin a este delirio”. Bastaría con que hubiera sobrevivido a la limpia un puñado de verdaderos socialistas, de los que aún creen en aquel esclarecedor alegato que Ramón Rubial dirigió a los jóvenes que venían apremiando a sus mayores en los primeros años de la Transición: “No os equivoquéis”, les dijo a un grupo de cachorros socialistas vascos, “primero está el país, luego el partido y después nosotros”. También les dijo algo parecido a esto: “Cuidado con idealizar sin matices la Segunda República, en la que nosotros cometimos algunos pecados, y no precisamente veniales”.
Pedro Sánchez ha desmantelado la base doctrinal que encerraban aquellas sabias y reparadoras reflexiones del expresidente del PSOE. Y lo ha hecho dándole la vuelta al alegato, hasta transformarlo en la antítesis de aquel aviso a navegantes. Y no es que lo proclame; es que lo practica: primero yo, luego el partido (mero instrumento al servicio del César) y por último el país. No, no estamos en manos de Carles Puigdemont, estamos en manos de Sánchez. El Partido Socialista sumó el 23 de julio 7,7 millones de votos, 121 diputados y 72 senadores. El partido de Puigdemont sufrió un importante varapalo, pasando de 530.225 votos a 392.634, de 8 a 7 diputados y de 3 senadores a 1. En Cataluña, el PSC de la dimitida Meritxell Batet barrió a Junts (34% de los votos emitidos frente al 11%). Pero la llave de la gobernabilidad la tiene el prófugo.
La constitucionalidad, un estorbo
Es más que un disparate; es un fraude, por no decir una traición a un electorado que si en julio votó a Pedro Sánchez desde luego no fue para esto. Un fraude del que, de perpetrarse, serán cómplices con su silencio los 121 diputados y los 72 senadores de un partido transmutado en una especie de confesión religiosa y en el que hay menos debate que en la Conferencia Episcopal. Con una aterradora y antidemocrática nocturnidad, el Gobierno en funciones prepara una ley que le permita conceder discrecionalmente la impunidad penal a quien considere oportuno. Es lo que parece que están dispuestos a ofrecer a Puigdemont, junto a la trampa de una consulta “no vinculante”. Eso es lo que planea Sánchez: una amnistía camuflada y un referéndum al que le van a cambiar el nombre para salvar el estorbo de la constitucionalidad.
“El indulto no tiene sentido en el caso de Puigdemont, fugado y cabeza de un Consell que aún propugna la violación unilateral de la Constitución (…). Ese planteamiento imposibilita la investidura de cualquier representante de un partido de Estado, como el PSOE, que no puede aceptar esos términos”. El entrecomillado es de un artículo de Tomás de la Quadra, ex ministro de Justicia y jurista de contrastado prestigio, en El País. Conviene repetir lo sustancial: “Ese planteamiento imposibilita la investidura de cualquier representante de un partido de Estado”. Esa es la clave: lo que parece dispuesto a entregar Sánchez al independentismo va más allá de la llave de la gobernabilidad para adentrarse en el peligroso territorio de lo irreversible, en el oscuro túnel al que inevitablemente nos conduciría a la ruptura de facto del pacto de convivencia que fue y sigue siendo la Constitución.
¿No hay, entre los 121 diputados socialistas, un puñado de ellos que digan no al fin de la igualdad entre españoles y que estén dispuestos a votar en conciencia en lugar de hacerlo echándose la mano a la cartera?
No estamos únicamente ante una nueva maniobra cortoplacista para retener el poder. Lo que está en juego es el principio de igualdad, son los fundamentos del Estado de Derecho, la garantía de protección que merece un colectivo todavía hoy mayoritario en Cataluña. Ya no se trata, como ha interpretado Rafael Escuredo (que pareciera que sigue cobrándose viejas facturas), de defender la Transición, sino de defender la democracia, y, de paso, rescatar del despeñadero a un partido hasta ahora esencial en el proyecto colectivo que arrancó en 1978.
Nicolás Redondo lo ha expresado con meridiana claridad: “En este momento se echa en falta una izquierda reformista, nacional, capaz de mirar al futuro, de pensar más en España y menos en las partes. Una izquierda que vuelva a decir no a los privilegios, que defienda la igualdad previa y necesaria: la igualdad de los españoles ante ley”. Una izquierda que, dejémonos ya de perífrasis, solo será posible si se le paran los pies a Sánchez. ¿No hay, como reclama Trapiello, un puñado de diputados socialistas que estén dispuestos a votar en conciencia, en lugar de hacerlo echándose la mano a la cartera?
Oponerse a las intenciones de Sánchez, obligarle a rectificar, romper si fuera preciso la disciplina de voto, es defender el PSOE de Rubial, al PSOE que la izquierda populista lleva años queriendo enterrar. No es transfuguismo; es coherencia, es autoestima, es defensa de la igualdad, es lealtad constitucional. Es patriotismo.