Eduardo Uriarte-Editores

La audacia del populismo parece no tener límites. Y es así porque alguien, que se considera investido de la interpretación y voz del sano pueblo frente a la maldad de las castas, posee el glorioso pedestal para comportarse autoritariamente y acabar agrediendo a símbolos sagrados asumidos por ese pueblo. El populismo acaba exigiendo caudillaje y éste no suele ser ajeno a la extralimitación y hasta al capricho, como vivir en una finca de la sierra desde la que interpretar la voluntad del pueblo.

Finalmente, Biden ha podido jurar su cargo de presidente en una ceremonia modesta tras el aparatoso asalto del Capitolio por los que se consideran auténticos americanos. Circunstancia que exigía unas llamativas medidas de seguridad. No es nuevo el riesgo que suelen sufrir presidentes electos a la hora de presentarse a su cargo. Recordemos que nada menos el muy venerado presidente Lincoln, como describe Vidal Gore en su biografía, tuvo que entrar clandestinamente en Washington para acceder a su cargo por miedo a que lo asesinaran en una ciudad llena de espías confederados, entre ellos algún miembro de su propia familia. En Estados Unidos en nombre de determinados intereses el uso de la violencia contra sus presidentes no es excesivamente excepcional.

Sin embargo, si algo presidía en la última centuria la democracia americana era el respeto hacia sus símbolos y a las formas que deben de presidir las relaciones políticas. En su osadía, envalentonamiento, y su desprecio a la cultura republicana, Trump invitó a sus seguidores a ocupar el Capitolio cuando éste decidía el nombramiento de su sucesor. Pecado de lesa popularidad, enorme error, porque el Capitolio para el pueblo americano, salvo para los seguidores más fanatizados de Trump, simboliza el templo de su democracia, las más antigua de las democracias modernas.

La invitación al asalto constituye un grave error, porque, además, comportamiento de tal gravedad no entra en el libro de estilo del populismo, que tiende mediante su merodeo a socavar el sistema y sus instituciones paulatinamente, a base de pequeños cambios, sin enfrentarse a él. El populismo, calificado por algunos politólogos como postfascismo -postcomunismo en el caso del populismo de izquierdas- no osa enfrentar un proyecto radicalmente alternativo a la democracia liberal, se apoya en los símbolos y mitos asumidos por el pueblo, promueve la democracia directa, como si ésta fuera consecuencia de ella, así como en la soberanía popular. Y hunde su discurso en el pasado glorioso que une a los hoy frustrados ciudadanos, sin osar ofrecer prueba alguna de volar el sistema. Sin embargo, en eso ha caído Trump.

El populismo, con todas sus dificultades en delimitarlo y definirlo, comparte, sea de derechas o izquierdas, una serie de características y posee un fundamento común, rompe con la democracia liberal pero no tiene un modelo político alternativo, ni siquiera hilvanado. Son en todos los casos formulaciones antisistema, por eso su tendencia a ir a asaltar parlamentos o atentar contra símbolos, y consecuentemente, también, en recrearse en el caos – “El caos Catalán”, Vicente Vallés, en El Confidencial, o, refiriéndose al mismo caos, José Luis Zubizarreta, “Manga por hombro”, en El Correo, en la misma fecha, 24/1/21-. Lo que cualquier populismo nos va deparar si triunfa son las decisiones, a veces caprichosas, arbitrarias, en ocasiones maleducadas, de su líder carismático. Pero que no se espere beneficio alguno de sus sencillas soluciones a complejos problemas, sino profundos problemas a corto plazo.

Trump deja una república rota, unas relaciones internacionales dislocadas, pero, sobre todo una sociedad, incluido gran parte del partido republicano, escandalizada ante el asalto al Capitolio por su desmedida arrogancia. Un error, el pueblo, en este caso el de Estados Unidos, en su gran mayoría no consiente el sacrilegio del Capitolio. El populismo de Trump se va resentir de este asalto.

De la misma manera, llevado del exceso, Iglesias compara la situación de Puigdemont en Bélgica con el exilio republicano resultado de la derrota de la II República por el golpe militar. Además de las enormes diferencias entre uno y otro caso, el exilio republicano gozaba de un prestigio mítico por parte del pueblo -no en muchos casos justificado-, sentimental y fervoroso, que el líder de Podemos mancilla asimilándolo a un descarado sedicioso.

Es cierto que los líderes populistas como Trump o Iglesias gozan de una admiración por parte de sus seguidores sólo comparable a las que gozaban Hitler o Mussolini por los suyos, que acaban creyendo las más monstruosas mentiras propagadas por sus líderes. Pero atacar a símbolos o mitos patrimonio del pueblo no va a dejar de causarles rechazo, por muchos técnicos en propaganda que se presten a limpiar su imagen.