EL PAÍS 05/06/17
FÉLIX OVEJERO
Como la situación emocional en Facebook, la relación entre la academia y los políticos es “complicada”. Es complicada, entre otras razones, porque la relación entre teoría y práctica se parece muy poco a la que existe, por ejemplo, entre la mecánica newtoniana y la resistencia de materiales que ayuda a diseñar un edificio. Sobre sus entresijos hay algunas reflexiones que, obviamente, no interesan a los políticos. Menos disculpable es que tampoco interesen a muchos académicos que circulan por la arena pública.
Lo común es tirar por lo directo, del concepto solemne al BOE. Sucedió, colosalmente, con Zapatero cuando, en circunstancias que algún día habrá que recordar conteniendo el sonrojo, transitó del socialismo liberal al republicanismo pasando por el socialismo libertario. Todo, en menos de un mes. Mayor renovación por unidad de tiempo, imposible. En el fondo, la etiqueta importaba poco: se trataba de decorar decisiones que obedecían a razones terrenales. Tampoco fue muy grave, salvo para la teoría republicana, arrastrada a las escombreras tertulianas. Algo que, bien pensado, tampoco es para cortarse las venas.
En otra escala, algo parecido ha sucedido con “élites extractivas”, “liberalismo progresista” o “discriminación positiva”. El último es el de “trama”. Arrancó en una investigación que, cabe suponer, satisfacía los requisitos elementales de la academia y, por lo mismo, con alcance limitado, en una semana se mudó en un conjuro multiusos para omitir reflexiones de detalle hasta acabar guarneciendo autobuses con señalados en plan dazibao.
· Como nación, puntúa más alto Gavá, en el cinturón rojo, más homogénea en términos sociales
La relación entre teoría y política se malbarata en las dos direcciones. De ida, cuando los políticos adquieren en el bazar de las ideas la última mercancía o, incluso peor, un reciente éxito electoral, interpretado como señal de profundas tendencias históricas que, naturalmente, culminan en ellos mismos. Blair, Sarkozy, Clegg, Obama, Tsipras y Le Pen, según el santoral de cada cual, formaron parte de tales conjunciones planetarias. Y esta temporada, Macron y el igualitarismo liberal, al que algún día habrá que descontaminar del manoseo de ciertos usuarios.
Más grave es la otra dirección, cuando los académicos levantan doctrina de repentizaciones que, en el fondo, no son más que inanidades de políticos nacidas para salir de un trance. Le pasó a UPyD con “transversalidad”, palabro inexistente en los manuales de ciencia política pero que no tardó en encontrar ingenieros de almas dispuestos a forjar teoremas donde no había conceptos, diferencias específicas. Ahora mismo, buena parte de la llamada “perspectiva de género” acude a parecida estrategia: facturar palabras para simular la presencia de distinciones reales. Como la peor escolástica.
Más preocupante, por sus implicaciones, es el reciclaje de la idea (austrohúngara) de España como “nación de naciones” por parte de Pedro Sánchez. Aunque su vaciedad quedó desnudada en su desarticulada réplica en el debate de primarias, ya empiezan a asomar los “teóricos” del engendro. Y no se entiende. Si hemos de dotar de alguna inteligibilidad al sintagma hay que precisar alguna idea de nación. La apelación a “sentimientos” o “creencias”, la de Sánchez, es inútil mientras no se especifique el contenido de sentimientos o creencias a qué se refieren. Al final, el único candidato posible es, respectivamente, “nacional” o “de que son una nación”: sentimiento nacional o creencia de que son una nación. La cosa quedaría así: España sería una nación de naciones, entendidas como “ciudadanos que creen que son (miembros de) naciones”.
Que no es decir nada. Puesto que una definición no puede incluir la palabra definida, habría que distinguir entre tres ideas distintas de nación (y buscar sus respectivas palabras) y estaríamos como al principio. Pero, incluso si dejamos de lado ese problema, de principio, la apelación al “sentimiento” muestra costurones por todas partes. Los costurones del nacionalismo. Por lo pronto, resulta incompatible con sus naciones esenciales y milenarias. Pues si Cataluña es una nación porque lo cree una parte de los catalanes, es obligado sostener que no lo era hace cuatro años cuando no lo creían. Por otra parte, acaba por multiplicar las naciones hasta el absurdo. O fundirlas. Si un 55% de catalanes está en condiciones de convertir en nación al conjunto de los catalanes, habrá que convenir que, con más razón, el 80% de españoles convierte en nación a todos los españoles, incluido ese 55%. Y si no, habrá que pensar que ese otro 45% de catalanes, que no creen que son una nación, constituye otra nación dentro de la nación de naciones.
· La ocurrencia del líder socialista sólo aspira a comprar a los nacionalistas su chatarra conceptual
En el fondo, en el caso de los nacionalistas, los problemas son mayores, definitivos. Si se piensa bien, la idea de que basta con que una proporción suficiente de individuos crea que es una nación para que haya una nación (aunque, desde luego, no basta creerse Napoleón para ser Napoleón) equivale a reconocer que la propia ideología se basa en una mentira. No en una mentira circunstancial, sino constitutiva. Y es que el nacionalismo, si tiene un proyecto que lo identifique, ese es la creación de conciencia nacional, lo que equivale a asumir que no la hay y que, por eso, su deber es construirla. Ahora bien, si no hay conciencia nacional, en virtud de la idea de nación manejada, no hay nación y, por ende, extender esa conciencia nacional, esto es, decir a los individuos —que no se creen que son una nación— que sí son una nación, es engañarlos. No solo hace diez años, cuando no existía tal conciencia nacional y, por tanto, la nación, sino también más tarde cuando, como consecuencia de sus actividades, de extender la mentira, la mentira se hace carne.
Los nacionalistas menos toscos para obviar los problemas de las naciones de voluntad o sentimiento recalan en la conciencia de identidad objetiva: somos diferentes, lo sepamos o no, y se trataría de recordarlo. Una opción que, con independencia de su aroma supremacista, aboca a otros problemas. Desde esa idea, puntuaría más alto como potencial nación, pendiente de autoconciencia, por ejemplo, Gavá, una población del “cinturón rojo”, más homogénea que Cataluña en composición social, lengua y pautas culturales. Gavá y mil más. La idea pasaría de inconsistente a estéril.
La ocurrencia de Sánchez, imposible de defender desde la igualdad, tan solo aspira a contentar a los nacionalistas comprándoles su chatarra conceptual. Un modo, otro más, de aceptar sus ficciones. Un camino sin salida: el nacionalismo se nutre de problemas que inventa. Piensen, sin ir más lejos, en “la lengua propia” de Cataluña, que, con una simple adjetivación, convierte en impropia la lengua de la mayoría de los catalanes.
Así que, con las ocurrencias, mejor controlarlas. A lo sumo, cursos de verano y cuchipandas.