Juan Carlos Girauta-ABC
- El problema de blanquear a terroristas es que la sangre es muy mala de limpiar, la sangre inocente es pertinaz, pasan los años y reaparece
En Nueva York retiran la estatua de Jefferson y en Madrid la prensa del régimen casi le levanta una a Otegi. Una ecuestre, sobre poni. Qué frío hace pese al calentamiento. Lo de Jefferson no creo que tenga solución, pero igual con lo de Otegi, ese otro prohombre de papel y de nada, se han precipitado. Ojo, ha dicho Sánchez. El problema de blanquear a terroristas es que la sangre es muy mala de limpiar, la sangre inocente es pertinaz, pasan los años y reaparece. No te digo ya con el luminol en las escenas del crimen, que eso requiere trabajo de funcionarios, es decir, un gobierno lo bastante decente como para poner al Estado a investigar asesinatos sin resolver.
No, no, sin luminol ni nada.
No me olvido de un almuerzo en Bilbao. Eran años negros. Interrumpíamos un seminario sobre negociación que me tocó impartir a mandos intermedios de una multinacional. No diré cuál. Una tele al fondo informa de repente de un atentado, y resulta que ha sucedido a poco más de cien metros de donde estamos comiendo. Alguien ha descerrajado un disparo mortal, a bocajarro, a sangre fría, a un hombre que hace quince minutos estaba vivo y paseaba y quizás había entrado en este local a comprar tabaco o a tomar un café.
Yo era el único de fuera y emití el primer comentario, algo así como «joder, me cago en la puta». Una cosa fina, lo propio de los que tenemos sangre en las venas y no en las mangas. Pero ese primer comentario también fue el último. Ascenderían a quince mis circunstantes vascos, los simpáticos comensales, los que sabían de vino, los aplicados asistentes al seminario, los que habían formado tres grupos de trabajo para la simulación. Qué gente tan amable. Eso sí, sabían callar. Porque se hizo un silencio espantoso.
Pensé mucho en la escena porque, de algún modo inexplicable, sabía que algún día, muchos años después, la recrearía en ABC y cobraría un significado siniestro. Nótese que lo siniestro es, desde Freud, algo familiar que parece de repente extraño. Todos se convirtieron en extraños para mí, y posiblemente yo en extraño para todos. La extrañeza se derivaba del silencio. Sin mi exclamación, sin los tres tacos en seis palabras -es decir, con mi contención, esa contribución que no hice a la convivencia- cualquiera habría alabado la carne, deplorado el vino, bromeado a costa de la nueva terminología de las negociaciones. Pero yo había cegado la salida porque «joder me cago en la puta» exige que te sumes o te desmarques, en todo caso exige algo. Siempre que hables.
Otra cosa es que te calles. Y por eso el minuto de silencio, un homenaje inverso que en vez de mostrar respeto a la víctima escupe sobre ella convirtiéndola en nada. ¡Nada que decir de tu muerte! Algo habrá hecho, pensaría alguno. O no. Porque es posible que los quince calladitos estuvieran pensando, como yo, «joder me cago en la puta», pero no se atrevieran a abrir la boca. Eso es el terrorismo.