José Luis Zubizarreta-El Correo
- El quinquenio que ahora afronta la Unión Europea habrá de vérselas con grandes retos externos y una precaria cohesión interna de sus miembros
El vertiginoso discurrir de la política habrá hecho olvidar aquel mitin de campaña a las elecciones europeas en el que la ahora designada vicepresidenta primera de la Comisión, Teresa Ribera, gritó apasionada –nunca mejor empleado el adjetivo– el eslogan que La Pasionaria hiciera famoso durante la defensa de Madrid en la Guerra Civil: «No pasarán». Lo coreó en Benalmádena un 5 de junio toda la audiencia, entre la que se encontraban el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, y su esposa. El entusiasmo despertado no tuvo, sin embargo, el efecto de llevar a la victoria la lista socialista, ni siquiera de que quien animó a corearlo recogiera el acta de europarlamentaria. Se quedó ésta en su cargo ministerial a la incierta espera de recibir más tarde el premio que ahora llega y al que siempre aspiró. Pero es una pena que aquel grito del mitin se haya apagado, porque su eco nos habría desvelado, además de la volatilidad de las promesas políticas, el vigor que tiene la historia para erigirse en justicia poética que desvela falsedades y sale en auxilio de la desamparada verdad. El enardecido grito del «no pasarán» se ha visto, en efecto, desmentido por los hechos y la renuencia que ha mostrado a ser privada del ansiado premio quien entonces con tanto fervor lo profirió ha abierto una grieta en la muralla por la que han pasado a la ciudadela de la Unión, cual caballo de Troya, quienes ella misma prometió que nunca habrían de pasar.
No es cosa de cargar tintas sobre quien se ha convertido, a su pesar, en protagonista de esta historia. Ojalá lo ocurrido le sirva para rebajar su hinchado engreimiento, flexibilizar su rigidez y atemperar su sectarismo. Mejor brillaría así en Europa su incuestionable competencia. Pero son muchas las causas que han convergido en el mismo efecto. La más bochornosa, el obstinado empeño del PP español y de su líder, Alberto Núñez Feijóo, en arriesgar su prestigio, llevando al ámbito europeo lo que debió dirimirse en el doméstico. Se trata de un proceder que parece haberse convertido en distintivo español y hartazgo de los europeos. El desenlace era tan previsible como ingenua la pretensión de impedir que cada Gobierno vea aceptado el nombramiento de quien ha propuesto como comisario, sin que tal pretensión se convirtiera en conflicto de toda la Unión. Para colmo, la ingenuidad del PP se le ha vuelto en contra, al ser utilizada por quien, dándoselas de amigo, le ha tendido una trampa para promover su interés más personal.
La figura maquiavélica en esta historia, como en otras, ha sido, en efecto, el jefe del grupo parlamentario del Partido Popular Europeo, el alemán Manfred Weber, quien ha aprovechado la circunstancia para, simulando asumir la causa de Feijóo, trabajar ‘pro domo sua’ e imponer a la Comisión su objetivo de convertir a su grupo, gracias al nuevo reparto de fuerzas de la Eurocámara, en la bisagra capaz de operar tanto con sus tradicionales aliados socialdemócratas, liberales y verdes como con las fuerzas emergentes de la extrema derecha. Feijóo se ha visto así forzado a dejar solo a su partido en la votación de los miembros de la Comisión, mientras el PPE limita su solidaridad a un inane ruego de que Teresa Ribera comprometa su dimisión en el improbable caso de verse imputada por su comportamiento durante la dana valenciana. Le queda al PP el doble consuelo, para nada despreciable, de poder reprochar al PSOE la apertura de las puertas europeas a la ultraderecha y defenderse, a la vez, a sí mismo del reproche que le hacen los socialistas por su connivencia con aquella en España.
El resultado es que, en la UE, se ha producido, cuando menos, un amago de cambio de paradigma en el comportamiento que las fuerzas más europeístas y representativas del progreso se habían propuesto mantener en su relación con aquellas otras, cada vez más numerosas, que abogan por la renacionalización política y la regresión social y cultural. El pragmatismo más rastrero se adueña así, paso a paso, de la política europea, en sintonía con lo que se impone en el mundo, dejando que la fría aritmética desplace a la ética y la dura facticidad de lo que es nos fuerce a renunciar a lo que creíamos que debería ser. El camino queda allanado para que lo transiten las nuevas autocracias. Se esfuma, por tanto, toda alternativa al tsunami que inunda sin obstáculos el mundo entero como los torrentes devastaron, sin que nadie supiera contenerlos, los campos y pueblos de Valencia. Mal lo tiene la UE –lo tenemos todos– en estos tiempos tan amenazadoramente revueltos.